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Economía: Un país que marca tarjeta


Economía: Un país que marca tarjeta

La pesadilla de desplazarse todos los días a la oficina podría evitarse para millones, para beneficio de toda la economía, si se masificara el teletrabajo. Pero la cultura de oficina chilena conspira fatalmente para que esto sea realidad. 
Por Sebastián Cerda | Economista08/06/2012

No creo estar cometiendo una exageración al decir que el peor momento de la jornada de un chileno cualquiera es el viaje entre su hogar y su lugar de trabajo. Tacos interminables y la incomodidad del transporte público son parte de una rutina diaria que típicamente  termina en estrés y mal genio. En pos de mejorar mi calidad de vida, hace cerca de un año opté por la decisión de cambiarme cerca de mi oficina y caminar. Aun así, entiendo que esta no es una opción posible para todos. Áreas verdes, acceso a colegios y, particularmente, precios son también factores relevantes a la hora de decidir dónde vivir. No obstante, lo que verdaderamente me sorprende es que aun cuando el viaje al trabajo es cada día más desagradable, no vemos un “boom” de teletrabajo, es decir trabajo desde la casa.
 Obviamente, existen empleos que por su propia naturaleza requieren de presencia física. Sin embargo, no veo gran objeción para que mucho de la labor de escritorio se pueda realizar a distancia. Las comunicaciones son hoy mejores que nunca, la transmisión de datos en línea es rápida y segura e incluso las redes sociales empiezan ya a desarrollar aplicaciones para labores profesionales. En otras palabras, existen todas las condiciones para una rápida expansión del trabajo a distancia.
Un simple análisis costo-beneficio parece indicar que ése es el futuro  del empleo de oficina. Eliminar los largos viajes y tener más tiempo disponible para el resto de las cosas que dan placer en la vida parece lógico. En particular, mejorar las condiciones de trabajadores y sus familias a un muy bajo costo es el sueño de todo economista: una ganancia de eficiencia económica. Pero nada de eso parece estar ocurriendo en la práctica. Estamos lejos de ver hordas de trabajadores chilenos pidiendo a sus empleadores trabajar desde sus casas. Un puzle y un tentador bocado legislativo para una clase política ávida de encontrar temas populares entre los electores.
Por cierto, existe una explicación bien obvia para entender parte de este puzle. Los economistas hace rato sabemos que, en presencia de problemas de información entre las partes, el mejor resultado muchas veces no es alcanzable, y es bien complejo monitorear el empeño y esfuerzo del que trabaja solo desde su hogar. Ese tipo de monitoreo requiere de un jefe presencial.
Mi impresión es que en el caso particular de Chile se configuran condiciones adicionales en la cultura laboral para apostar por el fracaso del trabajo a distancia. La verdadera razón por la cual el oficinista chileno promedio no tiene el coraje para pedir esto es que es una muy mala señal profesional. En Chile, irse temprano de la oficina ha sido tradicionalmente un estigma, tal que una vieja costumbre para quedar bien con el jefe es quedarse hasta justo después de que éste se ha retirado. Trabajar “in situ”, por más ineficiente que sea, transmite una señal de fuerte  -y probablemente ilusoria- ética laboral que es bien valorada por las empresas. Para cumplir con el estereotipo clásico de un oficinista chileno y progresar profesionalmente parece necesario pasar largas horas en la oficina, muchas veces sin trabajar. Es ese tipo de cultura laboral la que, a mi juicio, condena el trabajo a distancia en una urbe como Santiago donde los desplazamientos se hacen cada día más insoportables.

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