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El país pata pesada por Héctor Soto


Diario La Tercera, 09 de noviembre del 2012

http://blog.latercera.com/blog/hsoto/entry/el_pa%C3%ADs_pata_pesada

En el primer tomo de sus espléndidas memorias, Los círculos morados (Lumen, 2012), Jorge Edwards habla de sus  lecturas de juventud y de lo que significó para él el Joyce de Retrato del artista adolescente y Dublinenses. Siempre había sido un gran lector, un chico que incluso fue quedando fuera de la manada con su conexión matea con los libros, pero leídos en la coyuntura exacta, antes de egresar del San Ignacio, en el momento preciso en que el escritor en ciernes estaba optando a lo mejor sin saberlo por caminos definitivos, le generaron una enorme conmoción interior. Llegó a ellos por recomendación de su amigo Roberto Torretti, que ya había salido del colegio o iba un poco más adelante. Cuenta Edwards que la lectura tanto de la novela como de los cuentos de Joyce fueron instancias de iluminación. No, la literatura no era, como en cierto modo había creído hasta entonces, un espacio delimitado por las ficciones que desplegaban los libros ni menos todavía un asunto de puras lecturas. La literatura, al menos la que a él le iba a interesar, era algo que tenía que ver sobre todo con la experiencia. Con la suya.

Edwards ha sido extremadamente leal a esta noción. Al margen de buenísimos testimonios como Persona non grata o Adiós, poeta, sus novelas, sus cuentos, sus crónicas, incluso sus columnas periodísticas, pasan todas por su experiencia. No sé en qué momento incluso él mismo se comienza a “meter”, por decirlo así, en sus ficciones, en la forma en que lo hace en El sueño de la historia o en El inútil de la familia. Qué duda cabe: puede ser el más “memorialístico” de los narradores chilenos. Y por lo mismo en diversos pasadizos de la cátedra literaria se pensaba que en su caso la publicación de memorias era una suerte de oxímoron. ¿Memorias de Jorge Edwards? ¿Cómo, entonces qué diablos es lo que ha escrito hasta ahora?

Puede haber algo de verdad en eso. Y también de mentira. En Los círculos morados hay muchas vueltas de tuerca que no estaban en sus libros anteriores. El repaso más o menos ordenado de su vida -más o menos nomás porque Edwards va y viene y la asociación libre rompe con toda lógica- entrega lo que experiencias aisladas de vida no pueden dar: la densidad de una cierta idea torva, incluso infame, del Chile en que se formó.

El libro tiene momentos muy notables. Sus apuntes sobre el padre Hurtado y su aguerrida concepción ignaciana del mundo como arena de combate no tienen nada que ver con la hagiografía tejida después a su alrededor. Se embriagaba el santo con Mauriac y otros novelistas católicos franceses, se descompensaba con Sartre y -lo peor- hablaba de Cristo como de “el patroncito”. La escena del escarnio familiar durante la lectura del diario de vida que llevaba de niña la mamá del escritor es una expresión terriblemente cruda de la patanería e insensibilidad en una familia bien pije. El momento está recuperado con maestría: es muy cómico en su brutal obscenidad y es terriblemente trágico y tiene mucho de violación. Los episodios del abuso sexual por parte de un cura del colegio, de la iniciación erótica en un burdel del Santiago viejo, de las fiestas zapallarinas con moral de patota o de los ritos de su amistad con Jodorowsky, con Lihn (que le dice que como poeta no va a llegar a ninguna parte) o con Lafourcade, también son convincentes. Sí, seguramente no está todo. Pero la memoria no es lo que ocurrió; es lo que queda. A veces son imágenes de cierta nitidez;  otras, más líquidas o gaseosas. Casi siempre incompletas. Jamás son imágenes notariales y el propio autor admite que pueden estar contaminadas por la subjetividad, por los endosos de la exageración o incluso por las trampas de la ficción.

La prosa de Edwards tiene una respiración que para muchos lectores es insufrible. Los entiendo. Es una prosa circular, que gira sobre sí misma una y otra, que repite, que opera por acumulación, que no es económica (de acuerdo: Edwards no es Borges) ni está hecha de sentencias y que (¡bravo!) se sienta en los manuales de edición. Pero vaya que tiene tono y que llega lejos.

Hay mucho paño que cortar en este libro adictivo y valiente. Me quedo con sus delaciones del Chile pata pesada que por lo visto fuimos siempre y en gran medida seguimos siendo ahora. Paró las patas, decíamos y decimos cuando alguien  muere. Le pone entre pera y bigote, para señalar al alcohólico. Potijunto, para designar a quien no es el orangután que supuestamente debería ser.

Buen libro. Hace pensar en lo que hemos hecho con el país. Y en lo que el país ha hecho con nosotros.

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