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Recetas mágicas


por Francisco Mouat
Diario El Mercurio, Sábado 15 de Septiembre de 2012

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La historia es más o menos así: Edite Barbosa era una muchacha idealista que vivía en Río de Janeiro y quería hacer algo por cambiar el mundo injusto que la rodeaba. En 1970, en plena dictadura militar, se sumó como voluntaria a un plan de alfabetización promovido por el gobierno: "Éramos un grupo de jóvenes que permanecíamos ignorantes de lo que pasaba en los calabozos, seducidos por las promesas de progreso que nos hacían los militares". La tasa de analfabetismo que afligía a Brasil en ese momento era dramática: prácticamente un tercio de la población no sabía leer ni escribir.
Edite se inscribió en un curso rápido de capacitación para alfabetizadores, y al cabo de una semana tenía muy bien aprendidos los manuales de profesor y alumno con los cuales emprender la tarea.
En agosto de ese año le asignaron un grupo de mujeres a las que debía enseñarles a leer y escribir. Las clases eran diurnas en un local cercano a su casa y el colegio, en la zona sur de Río, entre Ipanema y Botafogo. Tenía cuatro meses para cumplir con el objetivo. Ella, una muchachita carioca llena de sueños, se enfrentó a un racimo de 14 mujeres de mediana edad: "Me encontré con 14 señoras humildes, tímidas, con esa mirada de sumisión que tantas veces he visto a lo largo de mi vida. Gente que cree ser menos que uno, que cree que por no tener dinero o educación, tampoco tiene valor. Gente a la que nosotros logramos marcar de un modo cruel, convenciéndolas de su minusvalía".
Se presentaron las 14 mujeres un lunes a las dos de la tarde dispuestas a aprender. Casi todas ellas eran "empleadas domésticas de los departamentos de lujo del barrio, y solo una les había contado a sus empleadores que no sabía leer". Habían encontrado una manera de tomar la micro correcta o de saber qué llevar cuando iban de compras al supermercado, pero su analfabetismo las hacía pensar que tarde o temprano enfrentarían dificultades en el trabajo y en la vida que no podrían sortear. El curso contemplaba clases de dos horas tres veces a la semana.
En la primera clase, Edite Barbosa advirtió una dificultad para la cual no se había preparado: "Ninguna de ellas sabía tomar un lápiz y hacer la exacta presión para poder diseñar las letras. ¿Cómo les iba a enseñar el ma-me-mi-mo-mu si no tenían habilidad para manipular un lápiz?". Diseñar las letras fue apenas el primer problema. Edite se esforzaba en enseñar una familia del abecedario, y a la semana siguiente verificaba que todos la habían olvidado completamente. Al cabo de un mes de trabajo, estaban donde mismo habían empezado: en el punto cero: "Miraba a estas señoras que me tenían como su profesora, llenas de esperanza, y me daban ganas de arrancar".
Un día de fines de septiembre, vino Francisca con un libro de recetas de cocina y un dejo de desesperación: su patrona le había pedido que preparara un postre, el "Quindim", y ella no se había atrevido a confesarle que no sabía leer. Francisca le rogó a Edite que la ayudara, y Edite, que no sabía freír un huevo, quiso arrancar nuevamente. De pronto las mujeres rodearon al libro de cocina y entonces se produjo la magia. Edite empezó a leer la receta del "Quindim" y Francisca tradujo lo que escuchaba en dibujos: 12 yemas de huevo se convirtieron en 12 óvalos amarillos, y así fue como encontraron un primer lenguaje a través del cual las mujeres pudieran ir leyendo la receta. El curso de lectura se convirtió desde ese momento en un curso de cocina a través del cual se aprendía a leer y escribir: "Todo tuvo sentido: las letras, el baño maría, la alquimia de la gastronomía y el placer de ir descubriendo algo nuevo. No recordaba en mi corta vida haberlo pasado tan bien como en esas tardes de primavera con mis señoras".
A principios de noviembre, a Edite le sacaron las amígdalas y esa semana no pudo ir a clases. La operaron un lunes en un hospital público, uno de esos hospitales donde las visitas son limitadas en número y horario: "Al día siguiente vi desfilar por mi cabecera a todas mis alumnas, que de alguna forma habían burlado al sistema y me traían, cada una, un manjar de los cielos preparado por ellas a partir de una receta del libro de cocina que habíamos usado como manual de alfabetización. Nunca olvidaré esa emoción. Aprendí en ese momento que el magisterio es un oficio maravilloso, y que el intercambio de aprendizaje es para toda la vida, independiente de quiénes son los alumnos y quiénes los profesores. Todos aprendemos. Mis señoras aprendieron a leer. Fueron de los pocos realmente alfabetizados por el programa. Yo, además, aprendí a cocinar".

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