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El carrusel de las tomas


por Ascanio Cavallo

Publicado en La Tercera, 18 de agosto de 2012

Es contradictorio que las tomas produzcan el efecto que quieren evitar; esto es, la huida de las familias de los colegios públicos. Es el efecto combinado del radicalismo infantilista y la frustración de contemplar acciones de gobierno que sugieren una dirección contraria a sus demandas.

EL movimiento estudiantil cambió de rumbo, de protagonistas y de tácticas. Los universitarios agrupados en la Confech perdieron la conducción, aunque, paradojalmente, muestran mucha más unidad de criterios que la que tuvieron el 2011. 

Los protagonistas de estos días son los secundarios, divididos en dos organizaciones, la Cones y la Aces, que se tienen más bronca que afecto; ya es anómalo que existan dos agrupaciones, algo que ni siquiera ocurrió en los tempestuosos días de la Unidad Popular. Las tácticas dominantes han sido unas caóticas tomas y retomas de colegios de Santiago y Providencia, ejecutadas por grupos pequeños, con gran obstinación, que creen estar viviendo una epopeya pero que suelen salir arrastrados por las fuerzas especiales. Entre tanto, las familias están ausentes, sus colegios se exponen a seguir perdiendo matrícula y sus sostenedores -los municipios- ven un negro horizonte de problemas de financiamiento.

El punto de inflexión fue la marcha del miércoles 8, que terminó con buses quemados, destrozos en bienes públicos y un extendido espectáculo de violencia en el centro de Santiago. Los dirigentes de la Confech repudiaron estos hechos -lo que nunca hicieron el año pasado-, se concentraron en la pelea legislativa y llamaron a desplegar más creatividad que incendios. En la distancia corta, perdieron el control de la calle; en la larga, es posible que sus triunfos sean más profundos.

El gobierno ha tratado al movimiento de estas semanas con desdén, por no decir desprecio, como si sólo fueran niños chicos buscando camorra en el patio principal. El ministro Harald Beyer, muy lejos de su estilo personal, se niega a recibirlos. El ministro Rodrigo Hinzpeter exige a los municipios más mano dura. Los alcaldes (oficialistas) piden más policía. El gobierno entero parece estar hoy más cerca del estilo de Cristián Labbé que del de Pablo Zalaquett.

Es cierto que los estudiantes (todos, universitarios y secundarios) han mostrado dificultades para distinguir las conquistas inmediatas de aquellas que requieren plazos más largos. Y es verdad que los estudiantes son sujetos en tránsito, que más temprano que tarde tendrán que dedicarse a otras cosas. Pero no hay razón para confiar en que la inercia y el “peso de la noche” serán suficientes para terminar este conflicto.

¿Y cuál es el fondo de la discrepancia? Es más simple de lo que parece: la prioridad estatal hacia la educación pública versus la confianza en la capacidad del mercado para favorecer a las instituciones que privilegien la calidad. Los estudiantes creen que el gobierno desea reducir y hasta eliminar la educación pública. Y los especialistas que los respaldan identifican cuatro “agresiones” contra ella en poco más de dos años de gobierno: 

1) el proyecto de los “semáforos” del ex ministro Joaquín Lavín, que fue defenestrado; 2) la ley de calidad y equidad en la educación, también de Lavín, que se desplomó ante la amenaza de que muchos municipios tuviesen que cerrar sus colegios; 3) el proyecto de carrera docente, actualmente en trámite, que aumenta las subvenciones pero segrega sus usos entre públicos y privados, y 4) la reforma tributaria que produce incentivos (reducción de impuestos) para los padres que envían a sus hijos a colegios pagados.


De los últimos dos puntos, que están en debate en el Congreso, uno es de responsabilidad del Ministerio de Educación; el otro es de Hacienda, y no hay claridad acerca de la participación de Educación en él. No es la única trizadura dentro del oficialismo: hay evidencia de que algunos de sus parlamentarios no están de acuerdo con medidas que lleven a la educación pública más abajo del 35% que tiene hoy, el porcentaje más bajo de toda la OECD, exceptuados Holanda y Bélgica, cuyos fuertes sistemas privados derivan de diferencias religiosas. Algo parecido ocurre con los municipios: si la matrícula de sus colegios se desploma al 30% o menos, las alcaldías irán a la ruina.

Es contradictorio que las tomas produzcan el efecto que quieren evitar; esto es, la huida de las familias de los colegios públicos. Es el efecto combinado del radicalismo infantilista y la frustración de contemplar acciones de gobierno que sugieren una dirección contraria a sus demandas. El infantilismo y la retórica anarquizante hacen difícil ver la lógica del movimiento. Pero cuando se leen los borradores del documento de la Cones “Compendio de demandas y propuestas estudiantiles”, que según algunas fuentes fue preparado por dos alumnos destacados del Instituto Nacional, es perfectamente claro que hay en ellas mucha más racionalidad que en los delirantes combates de las tomas y desalojos. ¿Es posible que las autoridades no encuentren en un documento como ese ninguna oportunidad para mejorar el clima? ¿No hay realmente nada que recoger o discutir?

Es evidente que el movimiento estudiantil está anarquizado. El gobierno parece confiar en que lo derrotará. Los estudiantes (o sus dirigentes más lúcidos) intuyen que así será. Es un juego de suma cero, fuerza y pasión en estado puro, ideología a ras de piso, un tiovivo que gira sobre sí mismo. ¿Mejorará este juego la adhesión pública, o las convicciones, o por último la razón de uno u otro?.

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