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Anatomía de la violencia juvenil por Fernando Villegas


09.15.2012 | 0 Comments

Publicado en La Tercera, 15 de septiembre de 2012

Hay en la naturaleza del Hombre una suerte de descontento o rabia basal derivada del simple hecho de tener casi siempre deseos, necesidades y/o ambiciones que superan sus capacidades y recursos. Eso es intrínseco a su condición, no anecdótico, por lo cual le sucede hasta al más encumbrado, pero por cierto dicho hervor es más intenso y más duradero y tiene más intensidad y ferocidad en los menos privilegiados.

Todo indica, al menos hasta el minuto de escribirse esta columna, que el asesino del cabo de Carabineros Cristián Martínez fue un menor de 16 años. Habría cometido el crimen con un revólver calibre 38 disparado tras un árbol situado a 84 metros de distancia de la víctima. Allanado en su casa, se descubrió el arma en posesión del presunto hechor; fuera de eso, varios testigos lo vieron abrir fuego y otros lo oyeron ufanándose de  “haberse pitiado a un paco”. Naturalmente ahora él dice “yo no fui”. La policía y sus indagaciones técnicas tendrán la penúltima palabra. La última, la que pudiera decir la Justicia, ya es otra cosa. Hay actualmente, como ha sido público y notorio en varios casos donde incluso el magistrado se ha dado el lujo de burlarse ostentosamente de la fiscalía, cierta notoria tendencia y ansias  de borrar los feos pecados de omisión y de servilismo vergonzoso del pasado posando -a cero costo y con mucha buena prensa, apoyo político y amistosas cámaras- de progresistas a tono con el espíritu “indignado” de los tiempos; para esos efectos jueces y juezas se apegan a la LETRA de la ley con el afán, a veces escandalosamente forzado, de encontrar atenuantes para toda conducta que huela aunque sea lejanamente a “lucha contra el sistema” o a actos cometidos por menores que más bien serían, como dijo de modo muy desafortunado el diputado Aguiló cuando acababan de asaltar nada menos que a un familiar, “víctimas del sistema”.

La “Causa”

Ya sea que una mirada benévola los exculpe o al contrario sean castigados, que algunos justifiquen o expliquen sus actos, los perdonen o no, el hecho es que son menores de edad los que de modo cada vez más flagrante protagonizan el vandalismo, el consumo de drogas, los disparos y delitos a menudo de sangre. Eso ha originado una retahíla de columnas cuyos autores se preguntan, con alarma, por “la causa”.  Sin embargo, ya hablar de ese modo resulta engañoso. Cuando se busca “la causa” de un fenómeno se asume tácitamente que sin existir ese factor nuevo y/o extraño que lo ha causado, el fenómeno no existiría; se asume que antes de “la causa” reinaba, por así decirlo, un estado de sosiego. En este caso, el de los menores, se presume automáticamente que los niños son por naturaleza inocentes, juguetones y buenos y entonces, si se comportan de otro modo, es porque entró a actuar una “causa” que los sacó de ese estado paradisíaco. Lo mismo se hace inconscientemente con los adultos; aun frente a los peores asesinos se supone que antes de cometer sus crímenes eran, por naturaleza, pacíficos, cooperadores, buena gente y serviciales hasta que una o varias “causas” los “hicieron caer” en el delito y la violencia. Para englobarlo todo en un solo paquete, se suele culpar de eso a las injusticias de la sociedad. El exponente más famoso de la doctrina del “buen salvaje” fue Jean Jacques Rousseau, quien sostenía que toda  conducta dañina era el fruto de la contaminación de la civilización. El salvaje sería, en sí mismo y en su medio, inocente.  Dicha necedad superlativa nadie la compra hoy; la entera antropología abocada al estudio de comunidades primitivas descartó dicha versión por ser contraria a la realidad. Tampoco la apoyan estudios más profundos y sistemáticos en sicología infantil. Sin embargo, aunque sólo sea como una sombra de ella, la idea de que hay una normalidad inocente previa a toda brutalidad y sólo desatada, esta última, por una causa siniestra, sigue prevaleciendo y lleva, como todo análisis incorrecto, a malas soluciones.

Naturaleza y “Filtros”

Todo parece indicar que la situación es exactamente la inversa. Lejos de comportarse con rabia, violencia, rencor y mala voluntad en todas sus formas debido a una causa que lo sacó de su condición originaria, el ser humano            -adulto o infante- actúa tóxicamente no porque una causa COMENZÓ  a empujarlo a eso, sino más bien porque una causa que se lo impedía DEJÓ de actuar. La naturaleza humana no es en sí buena ni mala, pero tiene muchos más potenciales de conflicto que de armonía; por eso todo orden social está en lucha perpetua, mediante sus instituciones, para mantener a raya esos potenciales de disrupción, a los que controla y regula  para darles salida de maneras inocuas o menos dañinas. Hay en la naturaleza del Hombre una suerte de descontento o rabia basal derivada del simple hecho de tener casi siempre deseos, necesidades y/o ambiciones que superan sus capacidades y recursos. Eso es intrínseco a su condición, no anecdótico, por lo cual le sucede hasta al más encumbrado, pero por cierto dicho hervor es más intenso y más duradero y tiene más intensidad y ferocidad en los menos privilegiados.

De ahí que los estados “normales” de una sociedad, esos que miramos nostálgicamente hacia el pasado, aquellos donde los niños no cometían crímenes y los adultos que los cometían eran pocos y no barrios o estratos completos, no son aquellos SIN causas que llevaran al crimen, sino donde HABÍA filtros y controles para domesticar esa naturaleza humana primordial, para normarla y rodearla de prohibiciones y sanciones. Y es eso, exactamente, lo que ha dejado de funcionar en nuestro país.

¿Quién Controla?

Han dejado de funcionar, en efecto, todos los filtros y barreras, todo lo que la sociología llama “agencias de control social”. ¿Quién forma hoy a los niños para que no sean, por default, formados por una patota en la calle? La familia, con padres no muy distintos a sus hijos, sin tiempo ni energías o sin interés ni conocimientos,  no lo hace; la escuela, sin profesores dedicados y/o interesados, sin poder ni autoridad, sin tiempo ni ganas, no lo hace; la televisión, hoy plenamente dedicada a la religión del rating y el dinero, no lo hace; internet no lo hace, la Iglesia no lo hace. Tampoco hay mecanismos que sancionen con eficacia y/o valores predominantes que hagan posible y aceptable dicha sanción. La justicia libera fabricantes y colocadores de bombas, los vándalos no pasan más de media hora en las comisarías, en los estadios los hinchas se apalean y apuñalan sin problemas. Por eso en Chile ya al menos dos generaciones completas de niños de sectores humildes se han criado en la calle y en la cancha, no sólo sin dichos controles,  sino además con una disponibilidad creciente de medios e instrumentos para dar salida a la rabia original, al resentimiento que se lleva adentro, al rencor contra los de arriba o los del lado, contra los de esta barriada o de esta hinchada.

¿Cuál es el destino que les espera? Mal formados, indisciplinados, incapaces de hacer esfuerzos pues nunca los han hecho, en el mejor de los casos serán mediocres o malos estudiantes que más tarde serán mediocres o malos empleados o trabajadores. En casos aun más siniestros y en especial en el mundo de las poblaciones, la industria del narcotráfico les ofrecerá “trabajo” a algunos de ellos proveyéndolos de dinero fácil, valores violentos y armas para expresarlos; otros caerán en las garras de sectas anarcas o de cualquier denominación ideológica en las que el resentimiento y el odio se cubren con una débil capa de pretextos ideológicos; hay quienes vagarán indefinidamente en el limbo entre esas posibilidades, a la espera, disponibles para lo que sea que los saque del tedio y les ofrezca salida a sus rencores y frustraciones. Mientras tanto, mientras aguardan, sin disciplinas ni normas que operen con eficacia, estarán asistiendo a colegios cuyos profesores son más temerosos de sus alumnos que temidos o respetados por estos y donde “padres y apoderados” llegan a insultar a los maestros si “su niño” ha sido castigado. Se mueven y moverán, además, en medio de una pegajosa atmósfera ideológica en la cual la indignación y la rabia han sido sacralizadas y convertidas en virtudes, en honrosas muestras hormonales de una lucha contra la injusticia, lo cual fácilmente justifica la violencia. A eso se agrega una cultura traumada, lastimada, donde cada acto sancionador de la ley o de las instituciones es motejado de modo paranoico como “nostalgia por la dictadura”; como coronación de todo impera la ley del placer al instante y sin costos ni esfuerzos. En un medio así, sin ningún control y sin ninguna barrera y sin ninguna válvula que mantenga a distancia el hervor de los magmas de la rabia y el rencor, ¿qué podíamos esperar?

Odio citarme, pero esto lo adelanté hace más de cinco años, en este mismo medio, al escribir del cataclismo sociológico que se estaba produciendo en el seno de las familias chilenas de medianos y bajos ingresos. Ahí tienen el colapso, con un revólver calibre 38 en las manos y jugando, en delirio, con el escudo y el casco del muerto.

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