Vitrineos
por Roberto Merino
Diario El Mercurio, Revista de Libros
Domingo 8 de julio de 2012
Uno de estos días de lluvia entré,
con la intención de refugiarme un rato,
al caracol de los anticuarios
en la calle Bucarest.
Medio obligado por las circunstancias
a recorrer los pasillos del lugar,
me di cuenta de que llevaba
varios años haciéndole el quite.
Esto, por el simple hecho
de que la reunión
-en un solo recinto-
de decenas de miles
de objetos del pasado
no es inocua para el espíritu.
Es curioso que uno viva
con la ilusión de avanzar
día a día hacia alguna parte
y que al mismo tiempo
ejecute proyecciones al pasado.
Ampliando las metáforas,
se podría decir que el pasado
es como las estrellas
en la carta de navegación:
la representación
de algo muy lejano
y que es a la vez
un instrumento
de primera necesidad.
A veces se entiende erróneamente
que el contenido de la memoria
opera separado de la experiencia presente.
Me parece que una y otra categoría
están configuradas en la misma estructura.
Hasta donde yo sé,
no hay un solo lapso de mi vida
en que no haya tenido
que aplicar la memoria
-personal, familiar, social-
en la supervivencia diaria.
Se trata de una función automática
que se activa ante cada nuevo
y sorpresivo episodio
y que nos impide equivocarnos
más de la cuenta,
ser demasiado ingenuos,
arrogantes, tránfugas y felones.
Las vitrinas de los anticuarios
tienen todas una luminosa
y transparente irrealidad.
Paraguas, mármoles, cristales,
anteojos, conchas, lámparas,
retratos, escupideras, ébanos,
todo cuanto se junta en ellas
parece configurar el repertorio
permanente de un sueño.
El problema
-para uno que
no es coleccionista
sino un simple mirón-
es el tiempo:
la posibilidad de quedarse
pegado en la cadena asociativa.
que cada estímulo
de ille tempore nos provoca,
cayendo en una inmovilidad
que nos asemeja
a rudimentarios replicantes
del narrador de
En busca del tiempo perdido.
Por estos mismos días
-en este caso una helada tarde de sol-
el azar me puso una vez más en camino
hacia una antigua tienda de peces tropicales
que subsisten al comienzo de la calle Rancagua.
El negocio estaba cerrado:
un papel puesto en la puerta avisaba
que "por motivos de fuerza mayor",
la hora de apertura era las tres de la tarde.
Me quedé mirando a través de la mampara,
a los peces en sus acuarios o cautiverios iluminados,
que generaban extrañamente, la misma atmósfera
de las vidrieras de los anticuarios.
Recordé, mientras empezaba a pensar
cómo regresar a mis lugares áuricos,
una visita silenciosa que hicimos
a la tienda de los peces con Rodrigo Lira
y Antonio de la Fuente en 1980.
Y recordé, además, algo que
me había contado una vez Germán Marín
que una tarde de 1966,
después de no sé qué almuerzo,
Neruda lo invitó al lugar
a ver unas pirañas
que por entonces se vendían.
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