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La pendiente hipnótica‏



Guía mágica

por Roberto Merino
Diario El Mercurio, Revista de Libros, domingo 22 de julio de 2012


El tiempo es consensual, de modo que retroceder en él no sería imposible, me decía un científico hace ya treinta años, mientras caminábamos por unas calles viejas de casas semiderruidas. Yo cuestionaba la afirmación en silencio: claro, pero cómo. Hoy esas calles han sido severamente modificadas y las casas ya no existen y nosotros hemos envejecido al punto de no reconocer en esos remotos jóvenes especuladores nada más que un cierto parentesco, un aire familiar.

Las experiencias de retroceso en el tiempo más nítidas las he tenido en los sueños, ese espacio donde uno no alcanza a divisar la tramoya ni la materia de la representación. No hay ahí otra cosa que realidad en estado puro. El hecho es que me vi a mí mismo recorriendo de ese modo las calles del centro de Santiago una tarde calurosa de 1950: miraba las carteleras de los cines, las cortinas echadas de algunos negocios y la perspectiva de las calles que cruzaba con la perplejidad de un iatromante. Había, recuerdo, tras la vidriera de una tienda unos frascos asépticos de soda burbujeante.

En otro sueño regresé a 1970: caminaba por Tobalaba y luego por Providencia hacia el poniente. Nuevamente una tarde calurosa de principios de verano pero, a diferencia de la anterior, con mayor presencia humana. Había en la atmósfera excitación política y una cierta expectativa de víspera de celebración. Veía tipos con camisas blancas arremangadas tomando cerveza Bock en la barra de un restaurante en cuyas altas paredes oscilaban levemente unos cartelones de la Lotería de Concepción expuestos a la acción de los ventiladores.

Hay ciertos libros que tienen la virtud de abrirnos las puertas falsas del pasado y empujarnos por una pendiente hipnótica. No son libros estrictamente literarios, sino más bien informativos, como la Guía completa de Santiago para 1901 y 1902, de Alberto Prado Martínez y Erasmo Guzmán. Basta hojear un rato los avisos publicitarios insertos en sus páginas para quedarnos girando en la esfera de la imaginación material, totalmente absortos. Leemos como si fuera un mantra las frases del aviso de la Fábrica Nacional de Cerveza de Limache, sentimos el olor profundo a comino y a madera del almacén Simpson y el olor acre del depósito de maquinarias de Luis E. Thomson (que vendía hasta molinos de viento). Hormann y Cía., por su parte ofrecía: alambres, paquetería, mercería, aceites, grasa y lenguas de Fray Bentos, sebo, talco, pábilo, resina, azul, silicato. Té negro y blanco, marfil, sándalo, nácar y carey podían obtenerse en el almacén Win On Chong, en Ahumada 147. Fundiciones, funerarias, carpinterías "a vapor", bodegas de carbón de espino, agencias de agua de Panimávida, fábricas de licores y jarabes. 

En fin, cuánta ensoñación a partir de puras palabras. Lo maravilloso del asunto es que los autores pensaron su libro con fines pragmáticos, sin saber que iban a legarnos una especie de abismo.

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