Tardes gloriosas
por Gustavo Santander
Diario El Mercurio, Martes 17 de Julio de 2012
Llevo toda la tarde hablando con la mujer que tengo al frente. Ha pasado la mañana preparando una paella exquisita que he devorado sin contemplaciones y ahora tomamos café y matamos las horas con una copa de vino dulce. Para mí, no hay nada más seductor que una mujer interesante y ella lo es. Tiene los ojos claros y profundos y una sonrisa que debe haber asesinado a varios hombres. Hasta el tiempo se ha rendido ante ella y parece pasar más lento, embelesado con sus historias. La imagino en un barco, atravesando ese océano que alguna vez separó la barbarie de la esperanza. Mientras bebe su taza de café mira mis cigarrillos con cierta ilusión, aunque está orgullosa de haber dejado de fumar. "Me gusta el olor del tabaco quemándose, me recuerda a mi padre", dice como para sí misma. Tiene las manos pequeñas y los dedos delgados, y mientras conversa las mueve sin aspavientos, como un director de orquesta que ordena la cadencia de las palabras.
A primera vista me pareció una mujer frágil, pero no lo es. A veces la delicadeza puede esconder un corazón de revólver. Maricarmen -así se llama- ve pasar la vida sin espanto. Ha sabido domesticar el miedo para convertirlo en un animal inofensivo. "Las cosas siempre son menos terribles de lo que parecen", me dice, echando toallas frías a algún suceso al que yo le he impregnado un cierto aire trágico, quizás sólo con la esperanza de estar a su altura en un relato. Su sabiduría viene de lejos, de otros tiempos. Y su voz es como un bálsamo que cae refrescante. "El miedo sólo es bueno cuando nos salva, cuando nos impulsa. El miedo debe ser un trampolín, no un pozo. He visto a muchos temerosos morirse en vida", me dice mientras toma un cigarrillo entre los dedos y juega con él, como retándose a sí misma. En ese momento, se me viene a la mente una frase que le escuché a un sobreviviente de Auschwitz en una película: "Hay muchas formas de morir, la peor es seguir viviendo", pero no se la digo, sólo la enlazo a la suya en mi mente.
Maricarmen tiene 85 años y parece mirarme desde un lugar lejano que sólo existe en sus ojos. Vivió la revolución de Asturias en el 34, la Guerra Civil española, dos exilios -primero el de su patria y después el de la patria que la había adoptado-, algunos sismos y varias muertes. Y aquí está: dándome la receta de los chorizos a la sidra ("debes pinchar los chorizos para que no se revienten, cubrirlos con sidra sin gas y cocerlos en una olla a presión") con la misma tranquilidad con que me cuenta cómo llegó a América ("nunca olvidaré la angustia que sentía de llegar a un lugar que no sabía ni cómo imaginar"), los años en que vivió en México ("un país que se te mete entre las venas") y conoció a Buñuel ("un hombre muy inteligente, con un sentido del humor muy especial").
Y así el día se va desvaneciendo mientras ella llena las horas con su voz y sus silencios, con su risa escondida, con esa dignidad que llevan los que han sufrido mucho y han salido adelante, los que ya no se asustan tanto, los que saben que incluso en la noche más oscura y en los momentos más jodidos, siempre habrá algo que mantenga la esperanza. Esos que han descubierto que la risa vale más que la rabia, y que los años oxidados por la amargura es sólo tiempo perdido, piedras tiradas a una quebrada.
"A primera vista me pareció una mujer frágil, pero no lo es. A veces la delicadeza puede esconder un corazón de revólver".
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