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Ibamos tan bien por Miguel Laborde


Diario El Mercurio, sábado 14 de julio de 2012


Chile era el mejor país del mundo, según varios santiaguinos destacados, por ahí por 1850. Se suponía que el mundo occidental era mejor que el oriental, que la vieja Europa había sido superada por América, la tierra del futuro, y que la latina era mejor que la pragmática sajona del norte: porque la nuestra estaba construyendo un proyecto moral de civilizacion. No estábamos dedicados a ser ricos... Y bueno, dentro de América Latina, era el país que había alcanzado a configurar un orden estable, el primero viable en la región.

Con esa buena autoestima es que fuimos pioneros en tener a un alto funcionario de gobierno encargado de los temas de arte y patrimonio. Como en las grandes ciudades, él tendría a su cargo el proponer y orientar las grandes obras de arquitectura pública que embecellerían, primero, a la capital. Así, a mediados del siglo XIX, contábamos con alguien dedicado a crear lugares simbólicos, significativos y, como se pensaba en la época, "civilizadores".

El escogido fue José Vicente Larraín Espinoza, hijo del patriota Martín José de Larraín Salas, el primer funcionario de la República de Chile contratado con ese propósito; como diputado actuaría desde la Comisión de Educación y Beneficencia.

Cuando Santiago fue elevada a la categoría de ciudad arzobispal, los titulares del cargo en la Iglesia Católica, los arzobispos Vicuña y Valdivieso, tuvieron en él a su mejor aliado. Larraín percibió de inmediato que la Plaza de Armas, núcleo central de la capital e imagen de ella, podría ganar mucho si se le sumaba un palacio más moderno y mejor contruido que los del frente norte.

Tanto le interesaba el tema a Larraín, que él mismo emprendió la obra, a partir de la última de las casas episcopales levantadas ahí mismo. Después, cuando llegue el primer francés como arquitecto de gobierno, Brunet des Baines con un excelente currículum, el funcionario tratará de enmendarle la plana una y otra vez. En 1851 se inician las obras, con algunos cambios propuestos por Larraín que Brunet aceptó. Obra larga, habrá planos posteriores de Sada de Carlo y de Henault, antes de que se inaugure en 1875. Las tendencias de esas décadas, cada vez menos clásicas y más libres, están aquí reflejadas. La riqueza artística ornamental interior es algo tardía y se inaugura recién en 1888.

Larraín también supervisó las obras de la vecina Parroquia del Sagrario, otra joya patrimonial, en esas épocas, cuando no existía aún la separación entre Iglesia y Estado.
El Palacio Arzobispal perdió relevancia cuando dejó de ser ocupado como residencia por los arzobispos, a mediados del siglo XX. Entonces fue cuando comenzó a rodearse de silencio y abandono. Luego pasaría a cumplir otros roles al asumir las oficinas de la Vicaría de la Solidaridad, como lugar de acogida de denuncias y documentación de detenidos desaparecidos. Ahora, luego de años de esfuerzos lentos y sistemáticos, está comenzando a emerger su valor excepcional como patrimonio de arte y arquitectura, tan valioso, que algunos entusiastas han hablado de "nuestra Capilla Sixtina".

Efectivamente, por su materialidad, es uno de los muy pocos que puede merecer el nombre de palacio en todo Santiago, y por su riqueza ornamental, que incluye excelente yesería y marquitería en los grandes salones, con pisos de caoba y castaño, así como una capilla con telas italianas adheridas, merece estar más abierto a la comunidad y a los visitantes en general.

El lado poniente de la plaza, por tradición, encarna el lado más trascendente del ser humano, el que mira hacia el sol naciente, y un Museo de Artes Eclesiásticas, que incluyera desde las cosmovisiones indígenas en adelante sería un gran aporte para la educación y la cultura.
A falta de recursos, hemos visto trabajar a Gonzalo Donoso Plate casi en solitario, por años de años, convencido de que esa riqueza patrimonial no puede seguir oculta en plena Plaza de Armas, sin que nadie tenga conciencia de sus atributos. Luego de intervenir varias mansiones de Santiago poniente, para habilitarlas como lofts, aquí encontró un palacio capaz de desafiar siglos, como construcción, y con excepcionales materiales y obras de arte.

Su pertinaz esfuerzo, tan falto de apoyos, hace recordar el Chile de 1850, el mejor país del mundo, con un funcionario como José Vicente Larraín, encargado de aportar al arte y la arquitectura públicas.

Desde entonces, es cierto que se mejoró toda la infraestructura de la ciudad, que se volvió así mucho más justa y democrática, pero de paso perdió de vista "el lado más trascendente".

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