Diario Las Últimas Noticias, jueves 19 de julio de 2012
"Me duele una mujer
en todo el cuerpo",
escribió alguna vez
Jorge Luis Borges,
refiriéndose a ese sentir
que los colombianos llaman tusa
y el universo entero
denomina mal de amor,
el mismo que a decir
de algunos sólo se puede comparar
con la picadura de un alacrán
o la mordedura de una tarántula.
Un dolor que no da tregua
y que se va colando
por una rendija del pecho,
igual que una racha de viento polar,
invalidando y anulando
la capacidad de pensar,
de actuar, de vivir realmente,
de hombres y mujeres por igual.
No existen licencias médicas
ni hay, en las miles de farmacias
que atestan las ciudades,
un remedio concreto contra este mal.
Podemos ver a sus víctimas
acodadas en las mesas de los bares,
buscando un improbable consuelo
que se ocultaría en el fondo de algún vaso,
ese vaso, siempre el siguiente.
Y está también esa raza, ese pueblo triste,
de indivisible mujeres que empapan
de lágrimas sus almohadas,
tras las fachadas de las casas
que -como sabemos-
tienen como único objeto
ocular las miserias humanas
a los ojos del paseante.
Se trata naturalmente de una epidemia
con sus silenciosos sonámbulos
los marcados en la frente, como Caín.
La misma que se puede
ver en el rostro del hombre
que barre las hojas de un parque,
en el de la mujer que mira
el horizonte con los ojos perdidos,
en el ceño del profesor
que intenta explicar, pese a todo,
la regla de tres simple
a sus impávidos alumnos.
Son los "corazones partidos",
aquella legión que invade las ciudades
y los campos apretando los dientes,
en la total y desesperanzada seguridad
de la que ya nunca, nunca jamás
volverán a ser felices.
No figuran ellos en las estadísticas,
no los cubre ningún Auge,
no existen quimioterapias
ni radiaciones para ellos.
Se vuelven invisibles,
brumosos, fantasmales.
Según algunos químicos,
"en la cascada de reacciones emocionales
hay electricidad (descargas neuronales)
y hay química: hormonas y otras
sustancias misteriosas que participan.
Ellas son las que hacen
que una pasión amorosa
descontrole nuestra vida
y ellas son las que explican
buena parte de los signos
del enamoramiento".
En consecuencia, a la hora de la bajamar,
esos mismos misteriosos componentes,
formando ahora raros remolinos inversos,
nos pueden llevar, como en contados casos,
a componer inolvidables nocturnos
a la manera de Chopin
pensando en su amada George Sand
o a terminar tirados en la cuneta
exhalando vapores de ron falsificados.
El amor
es ebullición de microelementos
y tormentas electromagnéticas,
mientras el desamor
es una ausencia imprecisa,
una distancia que a veces notamos
como una opacidad
en el reponedor del supermercado
o en la secretaria del dentista,
sin que seamos conscientes
de qué exactamente
pudiera llegar a sucederles.
Sólo nos cabe desearles
que los dioses les sean benevolentes
en su silencioso sufrimiento teñido de pudor.
Y que vuelva a despuntar
pronto el sol para ellos
en esa negra playa sin sentido
a la que los ha arrojado
su personal, intransferible
y devastadora tormenta.
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