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AMOR Y DESDICHA DE LEONARDO



Con el rescate de las bodegas del Museo del Prado de la nueva Gioconda pintada por Andrea Salai -pupilo predilecto de Leonardo da Vinci y por lo leído uno de sus mejores amantes- queda al descubierto que la realidad que nos hemos construido durante generaciones puede ser tan difusa como la técnica del esfumato: nada es lo que parece, los contornos se sobreponen unos con otros hasta llegar no sólo a disimular los paisajes sino a hacerlos desaparecer, a diluirlos bajo capas y capas de pintura tan hoscas y duras que, sólo con modernísimas técnicas indagadoras e infinitas dosis de paciencia, pueden llegar a desaparecer para enseñarnos un mundo nuevo pero que en realidad estaba ahí. Leonardo hizo de Lisa Gherardini una mujer enigmática a pesar de que no la pintó como debía de ser sino como él la quería ver: lánguida, indolente, resuelta, estratégica, disimulada de sí misma y un punto atravesada por la desdicha. Los dedos de la Mona Lisa caen sin aparente esfuerzo apenas sostenidos en el aire de un lugar irreal que aparece ahora con una brutal claridad en la obra de Salai, el amante-alumno-pintor, que logró discernir a la perfección la mirada de la señora con unos labios también breves pero mucho menos acuosos que los de su maestro, que divagaban en un rostro amarillento, casi enfermizo, de una mujer que apenas tenía facciones. Salai, quizás por su ardor de efebo, recuperó la hondura de los ojos y los trasladó del silencio a la hermosura joven de un rostro sonrosado y frágil. El fragor del joven amante se codeaba ante la lejanía hábil del barbudo maestro homosexual: el viejo pintaba la Gioconda y el joven se la imaginaba cuando Leonardo la pudo amar pero no quiso.

o Este artículo lo he publicado hoy en Diario La Rioja en una serie que aparece los jueves y que se titula Mira por dónde.

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