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El escrutinio de los libros

El escrutinio de los libros

Se revela en los cambios de casa que, de todos los objetos domésticos, los libros son los que acumulan mayor peso.  

por Roberto Merino 

Diario El Mercurio, Revista de Libros, domingo 26 de febrero de 2012

A veces pienso que tengo demasiados libros en relación al tiempo disponible para leer. Soy del todo distinto al niño de trece años que fui en 1975, pero lo que él comenzó, esa minuciosa pero hambrienta recolección de libros, sigue formando parte de mi vida. La afición me infirió una neurosis precoz: a la edad en que otros se dedicaban a ubicar fiestas para acudir el fin de semana, yo estaba con la mirada puesta puertas adentro, catalogando títulos. Me angustiaba que me pidieran libros prestados: el hueco que quedaba en los estantes persistía como una carencia dolorosa.

Hoy quisiera deshacerme de las dos terceras partes de mi biblioteca, pero no aceptaría hacerlo a ciegas o a la cundidora. Tendría que efectuar, como ritual de despedida, un escrutinio: la consideración atenta de cada ejemplar antes de decidir si se queda en su sitio o se destina a un futuro incierto al interior de una caja de cartón. Por cierto, no hay tiempo para semejante actividad. Cada libro es un mundo conectado a otros mundos: los de nuestras distintas edades. Ya el puro hecho de hojear, por ejemplo, Los papeles póstumos del Club Pickwick , de Dickens, implicaría un par de tardes de humeantes especulaciones o ensayos mentales: empezaría por los callejones ahumados y los negros ventanales de un Londres industrial para desembocar en mi propia niñez entre muros de adobe, que a la vez es un punto de partida para dirigirse a cualquier parte.

Se revela en los cambios de casa que, de todos los objetos domésticos, los libros son los que acumulan mayor peso. No individualmente sino en conjunto, que es su condición existencial, como si fueran parte de un universo comprimido: materia pesada. En tales circunstancias, es razonable que a los cargadores de las empresas de mudanzas -mientras depositan por un momento una caja desmesurada en el vano de una escalera- se les escape alguna mordida imprecación.

Una amiga me sugirió hacer una "venta de garaje" pero la sola idea me resulta intolerable. Nunca he vendido nada, no tengo garaje y tampoco -como dije- tiempo para establecer precios ni atender clientes.

Pensar en despedirme de los libros implica imágenes sucesivas. Adiós a cada una de ellos: polvorientos caminos de la España de las jarchas; azules entornos lacustres de los poemas de Trakl; una tienda de ultramarinos en Alejandría donde el alter ego de Lawrence Durrell compró un tarro de aceitunas; un camino de piedra donde Drieu La Rochelle se vio a sí mismo a los cuatro años; los vidrios coloreados de un hotel uruguayo que fueron a dar a un poema de Borges; Michelet en su gabinete de trabajo, "enfermo de historia" según Roland Barthes.
Quizás son imágenes que ya están fijadas para siempre en la memoria activa y bien pueden prescindir de sus lentos vehículos materiales. Quién sabe. Sólo puedo quedarme repitiendo el título de las memorias de Robert Graves, Adiós a todo eso , libro del cual no tengo la menor intención de deshacerme.

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