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El gran amor de mi vida

Mi primer año con FátimaEl gran amor de mi vida
por Claudia AldanaDiario El Mercurio, Martes 14 de Febrero de 2012   
http://blogs.elmercurio.com/ya/2012/02/14/el-gran-amor-de-mi-vida.asp
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Mi soltería fue bastante entretenida. En esos locos años de vida sin compromisos ni responsabilidades -inserte la canción del verano aquí-, contemplé desde lejos cómo mis amigas se casaban, o tenían hijos, y se convertían en poco tiempo, en desconocidas. Los temas de interés eran distintos, y debo reconocerme intolerante. Si no se hablaba de algo que me interesara, simplemente seguía adelante. Guaguas, nanas, suegras... temas áridos que me lateaban hasta más allá de lo explicable. Todo llegó a su límite cuando una de mis amigas me confesó que su hijo era el gran amor de su vida. Ahí, arranqué a perderme. Eso explicaba claramente porqué el hombre chileno tenía el Edipo no resuelto: era culpa de madres casi italianas en sus afectos.
Hasta que quedé embarazada. Y empecé a contar la vida en semanas, a leer sobre apego, a maravillarme en cada eco con el desarrollo de esa hija que conocí de ocho milímetros, y que en cada visita guiada a mi útero, nos sorprendía con sus avances. De repente, medía 22 centímetros, tenía manos, se chupaba el dedo... con Raúl nos tomábamos la mano en cada eco y nos sorprendíamos con que esa personita fuera de fabricación casera. ¿Cómo fuimos capaces de hacer un ser humano? La personita creció, y aunque me digan loca, desde que estuvieron en mi guata, mis hijas interactuaron conmigo. Por eso, tal vez, soy una gran fan del embarazo: se establece una relación simbiótica, privada, en la que nadie más participa todo el tiempo. Sólo la hija que está por llegar y yo estuvimos ahí, todo el tiempo, y lo mejor de esa maternidad en potencia, es que no es necesario ni limpiarlas ni desvelarse con su insomnio. Y más luego que tarde, el parto. La separación, conocerse frente a frente, en un momento epifánico lleno de temores y ansias, cargado de expectativas tremendas. Para la soltera que me lee, el parto es como una cita a ciegas con quien has chateado o hablado por teléfono mil veces, que te ha mandado fotos que no sabes si son reales o no, y que llega el momento de conocer frente a frente. Mi primer parto duró dieciocho horas, desde que empezaron las contracciones, y Lourdes fue sacada casi con fuerza pública desde dentro de mí. Recuerdo su llanto, sus brazos levantados, mis lágrimas, y ese momento incómodo en que ya en topless -no supe quién me sacó la ropa- me la pusieron sobre el pecho, para que nos viéramos de cerca. Ella gritaba y yo, que sentí la responsabilidad de golpe como nunca en mi vida, vomité. Me consoló el anestesista, diciendo que era un efecto de la raquídea, pero yo lo sé: fue el pánico en su forma más básica.
Con Fátima, fue diferente. Entré a pabellón sentada en una silla de ruedas, me anestesiaron, y media hora más tarde, mi hija estaba saliendo de mí. Era el gran momento de las definiciones. Yo intuía que ella era diferente, y ahora se confirmaría. Salió, de color púrpura, y sus ojitos achinados me lo dijeron todo. Y pese a que en mi ignorancia dije muchas veces que los Down me daban miedo, vi a Fátima y supe lo que era la incondicionalidad. La vi, y la amé profundamente. Antes de la confirmación de lo que ya sabía, mi corazón la acogió, se enorgulleció de ella, y supe que los prejuicios, las expectativas, los sueños fabricados en esas 40 semanas, no se rompían con la llegada de una hija distinta. Simplemente, cambian. La Fátima quizás no será astronauta, pero sueño con que sea feliz. Sueño con que sepa alguna vez lo amada que ha sido desde que la conocí, en mi guata. Y verla, por primera vez, sólo me confirmó que nací para ser su mamá. Que estábamos destinadas, la una a la otra. Igual que con Lourdes. Pasar por una sala de partos me presentó un amor diferente, único, inquebrantable como ninguno. Un tipo de amor que en este 14 de febrero, les recomiendo a todas atreverse a experimentar.

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