por Roberto Merino
Diario Las Últimas Noticias, lunes 20 de febrero de 2012
El vaciamiento parcial de estas fechas produce en las noches de Santiago un efecto levemente anacrónico. Se diría que en cuanto las muchedumbres se retiran, la ciudad de antes empieza a aparecer en calidad de pálpito o de epifanía. En la parte antigua de Providencia, particularmente (donde he tenido que acudir para alimentar una gata cuyos dueños veranean), me he encontrado con tenues visiones de los años cincuenta en las calles deshabitadas. Se trata de una experiencia no comprobable, psicológica en extremo.
Por lo general uno compone con las imágenes del pasado un cuadro armónico en el cual el caos no tiene lugar. Es lo más lejano que puede imaginarse del presente duro, del día a día y del minuto a minuto, en el que a veces la sucesión de pensamientos distintos opera con la dinámica de una juguera. Al pasado proyectamos el orden y la serenidad, lo cual habla más del funcionamiento de la conciencia antes que de la realidad.
En este entendido, me he dado cuenta de que hay un tipo humano que antes era relativamente frecuente en calles y fuentes de soda, pero que hoy está en retirada o al borde de la extinción: el hombre sin trabajo regular pero de buena situación, encorbatado, con anteojos de carey y con una tensión crónica en los músculos del cuello, habitante de departamentos antiguos, lugares poco imaginativos y poco acogedores donde el ruido del mundo exterior lo amortiguaban las pesadas alfombras y las pesadas cortinas. Este ejemplar de santiaguino, de buenos modales y discreción antes que todo (un poco parecido a José Donoso cuando joven), siempre tenía vínculos con el campo, un campo, digamos, civilizado en lo posible, desde donde de vez en cuando recibía una encomienda de cecinas o de cebollas nuevas y cuya administración le complicaba mucho la vida.
En todas las familias había alguien así. Tíos estrictamente urbanos que cuando aceptaban las invitaciones a la playa terminaban enfermos, volviendo a la ciudad antes de lo presupuestado, y que por cierto no se sacaban la corbata en excursiones a quebradas o caminatas por la arena candente.
Lo que sí abunda hoy, en cambio, es el guatón de bermudas y chalas, que sería el enemigo simbólico del anterior. Orondo y productivo, este último jamás se sentaría en un café a tomar un expresso y a hablar de historia de Chile: lo suyo son esas copas gigantes de varios tipos de helado coronadas con crema, y la conversación da en este caso lo mismo, porque los grupos humanos que conforma acostumbran a permanecer en silencio mientras engullen, silencio interrumpido muy de tanto en tanto por una que interjección o una frase a medio terminar. El hombre de las bermuda paga con tarjeta, es inexpresivo y habla por iPhone con expansiva propiedad: da órdenes sobre despachos de vigas de cemento, retenciones de pagos o contrataciones de banquetes. Abandona los lugares a bordo de una de esas camionetas con una huifa adosada al techo, creo que destinada al cargamento.
No tengo mucho más que decir. No creo que a nadie le importen mucho estas distinciones personales, digresiones o sueños de una noche de verano, por decirlo así.
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