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Tarapacá: El otrogran carnaval del Norte

Menos conocida que la fiesta de La Tirana, la celebración de San Lorenzo, que se realiza en el pueblo de Tarapacá, revoluciona al Norte Grande con 80 mil personas que se agolpan en un caserío que el resto del año tiene 150 habitantes. Una fiesta que venera a un santo que murió quemado en una parrilla, que recibe a sus peregrinos con un calor infernal, que organiza un show de fuegos artificiales digno de Año Nuevo, y que viste al pueblo de diablos, indios con plumas y otros personajes que bailan con un mismo fin: agradecer y celebrar.   

Texto y fotos: Magdalena Andrade N., desde Tarapacá. 

Antes de conocer este pueblo de calles polvorientas, casas de adobe y madera maciza, sol desértico y montañas yermas, sabía esto: que en el mapa de Chile, Tarapacá era un punto del porte de un grano de azúcar ubicado en la Región de Tarapacá, 102 kilómetros al noreste de Iquique. Sabía, también, que tenía un par de manzanas y que 150 personas vivían allí de enero a diciembre. Nada muy llamativo para un caserío del Norte Grande, salvo por un dato: el 9 y 10 de agosto, este lugar sufre una metamorfosis similar a la del doctor Bruce Banner cuando desgarra sus ropas para convertirse en Hulk, el Hombre Increíble. En esos dos días -me contó por teléfono Luis Plaza, concejal de Huara, comuna de la cual depende Tarapacá- el pueblo se convierte en un monstruo. Un monstruo que congrega a más de 80 mil personas que llegan para rezar, agradecer y celebrar. Una masa de hombres y mujeres provenientes de Iquique, de Alto Hospicio y otros rincones del norte, que a falta de lugares donde hospedar acampan en la orilla de la Quebrada de Tarapacá, desafiando el calor extremo, la falta de agua, de espacio, de privacidad.
El responsable de todo este revuelo es San Lorenzo, el patrono -oficialmente- de los mineros y los transportistas (extraoficialmente, me enteraría después, también algunos le atribuyen la protección de los pobres y los desposeídos; de los ladrones y los curados; de los travestis y las prostitutas). Una figura de la Iglesia Católica capaz de convocar la segunda fiesta religiosa más popular del Norte Grande después de la famosa celebración de la Virgen de la Tirana, que acoge cada 16 de julio a unas 200 mil personas.
San Lorenzo es un santo y también un mártir. La historia cuenta que nació en Huesca, y que llegó a ser uno de los siete diáconos de Roma en plena época de persecución del Cristianismo. En el año 258, después de que el Imperio Romano condenara a muerte al Papa Sixto II, el alcalde romano le pidió a San Lorenzo que entregara todas las riquezas que había acumulado la Iglesia. Lorenzo le hizo caso y llenó la plaza de Roma de lo que él consideraba eran los tesoros: los pobres, los huérfanos, los lisiados, los leprosos. Por su osadía, fue condenado por el emperador Valerieno a morir quemado en una parrilla, el 10 de agosto.
-Por eso San Lorenzo castiga con fuego. Se sabe de historias de gente que no ha cumplido con lo que promete y a la que se les ha quemado la casa o sus fuentes de trabajo -me advirtió el concejal Luis Plaza, quien será autoridad municipal, pero por sobre todo es devoto de San Lorenzo. Cada año, Luis baila en una cofradía religiosa que se viste como los indios Toba -con plumas y máscaras- y ofrece sus danzas como agradecimiento al santo, en la explanada de la iglesia de Tarapacá, bajo un calor seco de más de 30 grados.
Un santo que castiga con llamas. Un pueblo atestado de gente que cumple sus mandas. Un sol que durante el día vuelve el aire insoportable. Con esos antecedentes sobre la celebración de San Lorenzo, antes de llegar a Tarapacá no fue difícil imaginar al pueblo convertido en un monstruo: un monstruo de fuego.
Ahora, en el primer día de celebración de San Lorenzo -9 de agosto-, a las 12 del día, con 35 grados sin sombra, sé esto: que llegar a Tarapacá es -y seguirá siendo el resto de los días- una odisea. Que los buses que vienen con peregrinos desde Iquique lo hacen llenos a tope desde esa ciudad, por lo que es casi imposible abordarlos en el camino. He visto, también, que antes del mediodía ya hay un taco de varios kilómetros para entrar al pueblo. He visto, además, que hay demasiada gente para ser día jueves.
Por los parlantes de la Iglesia -el hito central del pueblo- el obispo de Iquique termina la misa de la mañana invitando a vivir la fiesta con la religiosidad que corresponde: con buen comportamiento, sin alcohol, sin excesos. Una frase -una advertencia- que se repetirá durante toda la celebración.
Mientras, en la explanada, los miembros de los 36 grupos religiosos -hombres, mujeres, niños y ancianos- se peinan, arreglan sus espectaculares trajes y ensayan movimientos para lanzarse a bailar apenas termine la ceremonia. Es un pacto tácito de respeto: durante San Lorenzo, el bullicio de las bandas que tocan todo el día sólo se detiene cuando el sacerdote ofrece la misa.
Me acerco a una de ellas para preguntarles cómo esta celebración, que llegó a la zona de Tarapacá en el siglo 16 con los españoles, ha llegado a convertirse en un hito tan importante para los nortinos. Le pregunto a un grupo de cuatro hombres, pero ninguno tiene una respuesta. De lo que sí están seguros -dicen- es que esta fiesta, la de Tarapacá, es muy distinta a la que se realiza en la misma fecha en Huesca, España, la cuna del santo.
-Mis papás fueron a Huesca, y no es lo mismo. Allá hay que pagar por entrar a la iglesia; además que a San Lorenzo no le dicen "Lolo" como nosotros -me cuenta uno de los bailarines.
Es cierto: en estas horas, he visto a varias personas con sus camisetas amarillas y rojas -los colores del santo- que dicen "Lolo" o "Lolito". También a personas llorando, con sus figuras de yeso del "Lolo" en brazos, haciendo una considerable fila para que el párroco las bendiga.
-Esta fiesta es mucho más genuina que La Tirana. Es más del pueblo y menos del espectáculo -agrega el bailarín.
A unos 50 metros de la iglesia, un puesto de fotografías ofrece un especial souvenir: retratarse con un telón morado de fondo, para luego, por obra y gracia del Photoshop, aparecer en una foto junto a las llamas de San Lorenzo, o bailando en medio de alguno de los grupos religiosos (aunque también está la opción de aparecer junto al futbolista Alexis Sánchez o al equipo completo del Barcelona).
-Lo hacemos al gusto del cliente -dice Luis Navarrete, uno de los encargados del negocio, quien lleva años recorriendo las fiestas religiosas chilenas. Es de la Región de Valparaíso, pero viaja a San Lorenzo todos los años y de aquí se va a la Virgen de las Peñas y luego a Andacollo. También ofrece sus servicios en La Tirana. Pero él  prefiere a San Lorenzo.
-En La Tirana hay que pagar por todo -dice, mientras recorta la imagen de una niñita vestida de india para ponerla en la explanada de la iglesia-. En cambio acá, en San Lorenzo, la gente todavía tiene espíritu de regalar cosas. Mira todos los regalos que me han traído -agrega, y muestra varios souvenirs que durante la mañana le han dado diversos clientes.
Aquí, en Tarapacá, es tradición pagar las mandas regalando desde estampitas y encintados del santo hasta bolsas con comida, gorros y bufandas amarillas y rojas, los colores del Lolo.
-Ponle fondo de fuego a la foto -dice el padre de la niña, devoto de San Lorenzo y miembro de un grupo de baile de indios.
-Yo bailo, mi mujer baila, la niña baila. Bailar es estar en un estado superior.
 Un pueblo de 150 habitantes como Tarapacá no puede hacer menos que prepararse para el acontecimiento del año y convertir, por ejemplo, sus pocas casas en improvisados restaurantes. Son ellos los que abastecen de la principal alimentación a los visitantes que llegan a venerar a San Lorenzo, ofreciendo un plato de pollo con agregado por 5 mil pesos. Hay otras viviendas que se convierten en negocios que venden figuras religiosas. O en puestos de bebidas y agua mineral por 1.000 pesos, tesoro codiciado en un pueblo que no tiene agua potable y donde hace un calor infernal.
En un costado de la iglesia, una seguidilla de puestos organizados igual que en una feria libre ofrece de todo: desde linternas y fuegos artificiales para prepararse para la noche -la víspera del 10 de agosto, el día de San Lorenzo- hasta un hombre que se me acercó a la hora de almuerzo y me recitó, al oído, su vademécum de remedios: amoxicilina, penicilina, omeprazol, clonazepam e inhaladores.
Se supone que durante la fiesta de San Lorenzo también hay ley seca. La hay desde 2004, cuando se firmó el Decreto Supremo 781 que prohíbe la venta de alcohol durante la fiesta.
-Antes de eso, San Lorenzo era peor que Sodoma y Gomorra. La mañana del 10 de agosto amanecían todos curados en la plaza -me cuenta durante la tarde Carla Cavero, una mujer de treinta y tantos, morena e imponente. Carla es funcionaria del Juzgado de Policía Local de Huara y encargada de ir a los allanamientos que, desde que empezó la fiesta, se han realizado en Tarapacá. En una de las salas del internado del pueblo -que hace en estos días las veces de oficina municipal- Carla tiene bajo llave lo incautado.
Durante muchos años, la creencia entre los devotos de Tarapacá fue que a San Lorenzo le gustaba que quienes lo cargaran durante la procesión en su honor fueran pasados de copas. Y, también, que el santo proteje a los borrachos porque fue uno de ellos quien lo salvó en el terremoto que afectó a esta zona en el año 2005, y que dejó a la iglesia en el suelo.
-Pero aquí el alcohol no se permite porque esto no es un carnaval, no es una fiesta pagana -dirá, al día siguiente, el alcalde de Huara, Carlos Silva, quien comanda la organización civil de San Lorenzo  -que implica para la municipalidad invertir 30 millones de pesos- y que para esta fecha se lleva al 80 por ciento del personal a Tarapacá.
Aún cuando la ley seca no lo es del todo, a esta hora de la tarde aún no hay gente ebria. Lo que sí veo es que cada vez llegan más y más personas. Y que en cada uno de los costados de la iglesia los grupos religiosos despliegan sus bailes. Es necesario un ejercicio de concentración para distinguir de dónde viene cada ritmo y melodía. Para entender por qué ninguno de los bailarines sonríe y ninguno parece gozar del baile, a pesar de que en cada pausa reciben una mandarina o una bolsita con agua para sobrellevar el calor.
Cuesta comprender, incluso, por qué algunos lloran después de terminar el rito, que dura entre 45 minutos y una hora cada vez.
Cuando cae la noche, mientras el cura comienza la misa de víspera de la celebración de San Lorenzo, Carla Cavero, la funcionaria municipal encargada de los allanamientos de alcohol, me cuenta que ella bailó por 16 años en una diablada andina, y que si nadie sonríe mientras está actuando, o se muestra contento, es porque el baile es una forma de conectarse con Dios.
-Cuando uno baila termina llorando, porque siente como un fuego que llena el espíritu. Muchos lo hacemos por devoción, aunque hay gente que se viene a lucir -cuenta, mientras infla con una máquina más de cien globos rojos y amarillos que se repartirán luego de la eucaristía.
Carla, nacida y criada en Iquique, comenzó a bailar en la Diablada de San Lorenzo cuando tenía 15 años. Lo hizo para iniciar una manda después de que a los 12 años un ginecólogo decretara que era estéril y que no podía tener hijos. Y ella, algún día, quería convertirse en madre.
Una vez que termina la misa, a la medianoche, el pueblo de Tarapacá estalla en fuegos artificiales. La explanada de la iglesia y la plaza están abarrotadas. Nadie puede moverse, pero nadie tampoco quiere hacerlo. Todos miran al cielo. Los bomberos hacen sonar las sirenas de sus carros. Oficialmente, ha comenzado el 10 de agosto, el día de San Lorenzo.
El calor, el polvo, la sed y el movimiento constante cansan. Las energías no alcanzaron para ver la "procesión B" de San Lorenzo, cuando a eso de las 4 de la mañana los travestis se tomaron la explanada de la plaza para hacer sus propios bailes en homenaje al santo. O el rompimiento del alba de las 7, cuando los vecinos del pueblo se levantaron para despertar al resto, cargando una réplica del santo en sus hombros.
Ahora nuevamente hay una misa, esta vez con políticos como Jorge Soria -ex alcalde de Iquique, procesado por fraude al fisco, sobreseído y ahora nuevamente candidato a la alcaldía- y la diputada Marta Isasi, con panties blancas y tacones negros a pesar de los más de 30 grados.
Ha habido, también, un punto negro: ayer, durante la tarde, una pareja de abuelitos murió sofocada por el calor en una de las carpas instaladas en la quebrada.
El calor ha sido siempre un problema de estas fiestas. Y el principal de la posta instalada a un lado de la iglesia. Hace un rato me tocó ver cómo se llevaban a una niña miembro un grupo de baile tinku -una danza de origen boliviano, que se hace con un grueso traje, sandalias y calcetines de lana- desmayada sobre los brazos de dos compañeros.
-Esto es la devoción al Señor -me contestó el caporal de su grupo, Andrés Silva, un hombre de 35 años que lleva toda una vida bailando, cuando le pregunté el porqué del sacrificio, del bailar bajo el sol implacable, abrigados como si fuera invierno.
-Hay que tener fuerza de voluntad para estar aquí. Muchos dejan botados sus trabajos, los despiden y saben que a la vuelta tendrán que conseguir pega. Eso es sacrificio. Siempre se dice que, si la gente dentro de la iglesia reza, nosotros, al bailar lo hacemos por cinco. Y terminamos rendidos.
Durante la tarde, después de la procesión que llevó a la imagen de San Lorenzo a ser vitoreada por todas las calles del pueblo, le comento esta conversación a Carla Cavero, quien conoce bien el mundo de las cofradías religiosas. Ella confirma las palabras de Andrés: para los bailarines, la danza es sinónimo de sacrificio, devoción y tradición. El mismo que hizo ella en todos los años en los que vino desde Iquique cada agosto a bailar a San Lorenzo. Hasta que un día de mayo de 1998, después de sentirse mal, fue al médico y él le dijo que sus molestias se debían a que estaba embarazada.
Cuando Carla recibió la noticia, ya tenía seis meses y medio de gestación. Eliana, su hija, nació el 11 de junio de ese año. Y su madre, por supuesto, apenas pudo la trajo a la iglesia de San Lorenzo para que la niña tocara la mano del santo.
-Me emociona. Me emociona ver que se congregue tanta gente, que el ser humano todavía conserve la mística de creer que existe Dios -dice el alcalde la mañana del 11 de agosto, el último día de la celebración de San Lorenzo, cuando ya la fiesta comienza a bajar su intensidad. Días después le dirá a un diario local que este año, según sus cálculos, la festividad trajo 100 mil peregrinos a Tarapacá.
Ahora, al mediodía, los bailarines ya no danzan con el ritmo arrebatado de las primeras jornadas. La gente ya no se agolpa en la explanada de la iglesia esperando ver que la imagen de San Lorenzo salga de la iglesia. Los puestos de helados y aguas ya no tienen ni helados ni aguas. Los niños prefieren bañarse en el agua de la quebrada que tirar challas en la plaza.
En el internado, los funcionarios municipales almuerzan con la satisfacción del deber cumplido.
Carla Cavero me cuenta que Eliana, su hija, murió cuando tenía diez meses, el 21 de mayo de 1999. Al principio fue sólo un resfrío, pero se agravó y tuvo que llevarla al hospital. Allí le dijeron que tenía un rotavirus. Y allí murió.
-Pensé: qué hice  mal. Si la Eliana era la guagua más abrigada, más cuidada que podía existir.
Después de la muerte de su hija, Carla estuvo dos años postulando para entrar en la Orden Tercera Franciscana, que permite a mujeres solteras consagrarse a Dios. Finalmente decidió no entrar, pero siguió bailando en la diablada hasta que entró a trabajar a la municipalidad en el año 2003. Ahora, dice, sigue participando en la fiesta, ya que cada año le toca venir a Tarapacá a organizarla.
Aunque, piensa, el baile es la forma más pura de conectarse con Dios.
-Miro mi clóset y veo todos mis trajes guardados. Entonces se me alborotan las hormonas. Es que sigo con mi manda viva. Quizás algún día vuelva a San Lorenzo a bailar. 

Cuesta entender por qué ninguno de los bailarines de los grupos religiosos sonríe al danzar.
Antes de que se impusiera la ley seca en Tarapacá, en 2004, "San Lorenzo era peor que Sodoma y Gomorra", recuerdan sus asistentes.
"Si la gente reza una vez en la iglesia, nosotros, al bailar, lo hacemos por cinco. Y terminamos rendidos", dice un bailarín religioso.
 

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