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LA MEMORIA TRABAJANDO A SU PARTICULAR MANERA


por Jorge Edwards 
Diario La Segunda Viernes 14 de Septiembre de 2012
La memoria trabaja a su particular manera. La memoria cala en profundidad, sobre todo, me atrevo a decir, cuando es remota, cuando corresponde a tiempos lejanos, a largas décadas transcurridas, y adquiere, entonces, unos matices, una vibración, una coloración en blanco y negro, como del cine de los años cuarenta, el que acababa de separarse del cine mudo de los años anteriores. Lo digo a propósito de la desaparición de Sergio Livingstone, del Sapo Livingstone. Tenemos la costumbre en Chile de ponerle nombres de animales, de pájaros, de cetáceos, hasta de insectos, a medio mundo. Se podría escribir un ensayo sobre esta curiosa y extravagante manía. Lo del Sapo, en mi infancia, por lo menos, sonaba simpático y altamente descriptivo: el portero se colocaba en el arco de piernas flexionadas, más o menos abiertas, algo agachado, moviéndose un poco, adelantando los brazos. Siempre daba la impresión de que podía dar un salto brusco en el momento apropiado, de que el arco, bajo su custodia, estaba en manos seguras. Como niño del San Ignacio, fui aficionado entusiasta del fútbol y hasta cierto punto lo sigo siendo. Hasta llegué a tener carnet del club deportivo de la UC, y esas adhesiones infantiles no se borran con facilidad. Sin ánimo de farsantear, cuento que fui invitado hace dos o tres años por el presidente del Real Madrid a la tribuna suya en el Santiago Bernabéu y presencié un partido de su equipo contra el Español de Barcelona. El Español abrió la cuenta, como habría dicho un locutor chileno, y me quedé con la sensación molesta, infantil de fondo, pero efectiva, de haber llevado la mala suerte al estadio. El equipo de casa metió dos goles en el segundo tiempo, y las cosas, para tranquilidad mía, quedaron equilibradas.
Nunca conocí en persona al Sapo Livingstone, pero siempre fue uno de los personajes de mi infancia. Cuando entré a la primera preparatoria del San Ignacio, acababa de salir del sexto año. Fue el mejor arquero en toda la historia del equipo escolar, campeón casi permanente de las escuelas santiaguinas, y aunque ustedes ahora no lo crean, eso daba un prestigio único, creaba una extraordinaria leyenda. Después vinieron el equipo de la Universidad Católica, el seleccionado nacional, las grandes formaciones extranjeras. No sé si Livingstone fue arquero del Racing de Buenos Aires. Creo que pasó después al fútbol europeo, pero mis recuerdos son inevitablemente inexactos. Es decir, no soy cronista deportivo, aun cuando en alguna época me habría gustado serlo, con menciones especiales en fútbol y en tenis.
Recuerdo estadios de mi tiempo, revistas deportivas, jugadores. El San Ignacio era un semillero de futbolistas que después pasaban a la UC y al seleccionado. Me acuerdo de Andrés Prieto (el Chuleta), de Raimundo Infante, que además de buen centro forward, como decíamos en aquellos años, era buen arquitecto y pintor, del Huaso Molina, que estudiaba en mi curso, de algunos otros. No hablo de los internacionales, del mítico uruguayo Obdulio Varela, de la delantera argentina formada por Pedernera y uno que se llamaba Loustau. A lo mejor me equivoco, pero soy fiel a los recuerdos. Vi en el Estadio Nacional el gol del chileno Medina a la selección de Argentina. Lo hizo de espaldas en el suelo, empujando apenas la pelota. También sufrí con una goleada que le hicieron los brasileños, en el mismo estadio, a Livingstone. En seguida, entre los jugadores salidos de San Ignacio, me acuerdo de Roldán y de Tito Fouillioux. Como mi porvenir de futbolista era más bien oscuro, me dediqué a la poesía, al cuento y la novela, a esos intrincados asuntos. Viajé al Brasil a mis veintitantos años y descubrí que entre los escritores brasileños existía la pasión del fútbol. Entré una mañana a una de las oficinas del Ministerio de Educación, la que se ocupaba, según su título, del Patrimonio Histórico y Lingüístico, y me presentaron al gran novelista José Lins do Rego. El hombre salía del ascensor riéndose solo. Uno de los equipos de fútbol más conocidos de ese tiempo acababa de publicar una inserción en un diario de Rio de Janeiro en la que lo declaraba “persona non grata”. Se había permitido criticar a ese equipo y recibía su castigo. Cuando utilicé la expresión como título de un libro mío, supongo que el episodio de Lins do Rego, autor de una novela que se llamaba Niño de ingenio, a propósito de los ingenios azucareros de épocas anteriores, me rondaba en la memoria.
Mi viejo amigo Rubem Braga, el mejor cronista que he conocido, despertaba al mediodía, después de haber bebido whisky hasta altas horas de la madrugada en un lugar de Copacabana que se llamaba Sacha, y escribía su crónica diaria. Mientras escribía en su terraza de Ipanema lanzaba gritos de fastidio, de angustia, de molestia. Después bajaba hasta la playa y se daba un baño. Después solía venir una sesión de cerveza y de pescado frito en el bar de la esquina, entre amigas y amigos, que dio lugar más tarde a la famosa historia de Vinicius de Moraes, Garota de Ipanema. Cuántas “garotas” de cinturas de avispa, de piernas cimbreantes, vi pasar frente a nuestros chopinhos y a nuestros calamares en fritura.
Si había un partido de fútbol importante, solíamos verlo en buena compañía desde la terraza de Ipanema, donde Rubem Braga se había hecho una selva tropical, con caña de azúcar, arbustos y plantas selváticas, passarinhos de todos los colores del arcoíris. Eran los tiempos de Garrincha. Después llegarían los de Pelé y de tantos otros. ¡Qué tiempos! Eran los días del fútbol, que para la gente de esa generación, es decir, de la mía y de la anterior a la mía, pasaron a la historia.

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