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Hollywood en Chile: Cuando eramos creyentes




por Héctor Soto

Publicado en La Tercera, 14 de septiembre, 2012.

La reciente investigación de Fernando Purcell sobre la gravitación de Hollywood en Chile cubre cuatro décadas que fueron determinantes y que van desde 1910 a 1950. Son los años en que la industria del cine estadounidense se convierte en hegemónica y el momento en que sus películas pasan a capturar gran parte del imaginario, los deseos y la capacidad de ensoñación de distintos públicos. Sobre todo para la creciente clase media urbana de países como el nuestro, Hollywood se convirtió también en un puente a la modernidad y a la superación.

Lo más curioso es que este complejo proceso de penetración cultural, control económico y manipulación política tuvo lugar en un contexto de fuertes idealizaciones y absoluto candor. En ese tiempo, Hollywood se blindó para parecer un Olimpo ensoñado, poblado por diosas de excepción y que se tradujo en fantasías poderosas y accesibles para todos. Por más que ahora sepamos que las cosas por dentro no eran en absoluto así, la imagen que primaba entonces era la de un mundo perfecto y espléndido, magnánimo y decente.

El gran hallazgo del libro de Purcell (¡De película! Hollywood y su impacto en Chile, Taurus, 2012) es establecer que hubo mucha gente haciendo trabajo sucio para que la maquinaria de esa industria pudiera funcionar con la ingenuidad que proyectaba. Los engranajes no se movían solos. Había gente en Hollywood preocupada de la recepción de las películas en todas las naciones de la América morena. Había informantes en las embajadas mandando datos certeros sobre la sensibilidad local. Había funcionarios preocupados durante la guerra de que el público local empatizara con los Estados Unidos y la causa aliada.

Hoy todo esto nos parece un cuento demasiado engañoso y literal. Es un cuento que en la parte fea tiene mucho de trampa, por cierto, pero que en la parte bonita revela una fe en el cine que -resuelta, majestuosa, muy profunda- actualmente es difícil encontrar incluso entre los cinéfilos más empedernidos o incondicionales. Por estos días, el cine ya no es tan importante. Ya no es el gran pasatiempo del ciudadano medio, ya no es la entretención más barata que pueda encontrar y, simplemente, dejó de ser el gran proveedor de fantasía y emoción para la gente con vidas poco fantasiosas o emocionantes. Hoy nadie le adjudicaría al cine el protagonismo que tenía junto a la escuela, a la iglesia y a muy pocas instituciones más en la formación de estructuras mentales y de la sensibilidad del público. Todo cambió. El cine terminó reducido a la condición de ser una parcela más dentro de los amplios horizontes del fenómeno audiovisual. Ya no somos creyentes: nadie cree que las películas puedan cambiar el mundo. Son cada vez menos los cineastas que piensan que en la pantalla se dirimen causas o batallas importantes. El juego pareciera haberse vuelto más posmoderno y cínico: yo hago como que creo lo que te estoy contando y tú haces como que me crees comprando la entrada. Es sólo un pasatiempo.

Triste es decirlo, pero en la actualidad los que más creen en el cine son los dictadores que lo censuran y los peces gordos, cuando asumen riesgos y lo financian. En la aproximación de los demás reinan casi siempre el eclecticismo y la incredulidad.

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