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Bodegas bombardeadas...




por jorge Edwards
Diario El Mercurio, Viernes 07 de Septiembre de 2012

Asisto a una degustación de vinos chilenos de la cepa Carménère. Me encuentro de repente en medio de una concurrencia de enólogos, de comerciantes, de propietarios de viñas franceses y chilenos. Habría una historia de familias franco-chilenas, historia ya más bien antigua, de algunas décadas, que investigar. El escritor Mauricio Wacquez, amigo desaparecido hace ya algunos años, era hijo de un enólogo de Burdeos que había llegado a trabajar en viñas de la región de Colchagua a comienzos del siglo XX. Las novelas de Wacquez cuentan esta historia a su manera, en una forma que podríamos llamar fantasmal, brumosa, musical, en clave de fantasmas de la memoria. En el Chile actual, aproximase a cualquier tema con un punto de vista literario, con referencias cultas, por decirlo de algún modo, provoca gran perplejidad. Conviene hacerlo con astucia, con un poco de disimulo, guardándose las espaldas.

La persona que dirige la sesión, hijo de francés y de chilena, personaje de la historia que mencioné antes, usa metáforas y descripciones no especializadas. Habla de la frescura de algunos Carménère, de su estructura, de sus componentes armoniosos. Dice que uno de los vinos que degustamos, y a poco andar compruebo que hay que hacerlo con suma prudencia, tiene una buena estructura, pero esa condición, ese orden interno, esa espina dorsal, no le impiden ser al mismo tiempo un vino fresco, festivo, de cualidades juveniles. Uno piensa en la relación del orden con la invención. Ser estructurado, disciplinado, severo, no tiene por qué excluir la gracia, la soltura, la chispa. Habría que enseñar esto en algunas academias de este mundo, sin descuidar las academias diplomáticas.

Hay una coincidencia involuntaria entre mi lectura de estos días y la sesión de degustación. Me he dedicado a leer los diarios de guerra, de1939 a 1948, del novelista, ensayista, filósofo prusiano Ernst Jünger. Es una lectura que tiene una relación no del todo directa con una novela que me he puesto a escribir. Pero no me propongo hacer un ensayo sobre Ernst Jünger ni hablar de una novela en barbecho. Lo que ocurre es que en los días de la invasión de Francia en 1939, el escritor, que había sido oficial de Ejército en la Primera Guerra y había obtenido numerosas menciones y condecoraciones militares alemanas, fue llamado a filas al comenzar la Segunda Guerra y participó en las tareas de la retaguardia, sin entrar nunca en combate, a pesar de un ardiente y persistente deseo de volver a colocarse en posiciones de peligro. En los primeros años de la posguerra, costó mucho que los lectores de los países enemigos del hitlerismo aceptaran la idea de leer los escritos de un oficial prusiano. De hecho, Jünger había sido un nacionalista conservador en los años veinte, una víctima de la derrota de 1918, un joven que soñaba con la reconstrucción de su país, y terminó en los años cuarenta por ser un antinazi disimulado, muchos de cuyos amigos conspiraron y terminaron en la horca. Se sabe que los grandes jerarcas nazis, en una oportunidad, hablaron con Hitler para que liquidara al escritor, que según ellos conspiraba también en contra del régimen, pero Hitler contestó en forma perentoria: “A Jünger no se lo toca”.

Como el escritor de los diarios sigue desde poca distancia a un ejército invasor, se encuentra con espectáculos de apocalipsis. En medio de los caballos muertos, de los cadáveres, de los pueblos destruidos, de los incendios, aparece, sin embargo, la cara descarada, burlona, del dios Baco. Jünger, hombre de cultura francesa, de conocimientos variados, aficiones gastronómicas, se encuentra a cada paso con bodegas bombardeadas, arrasadas. Siempre encuentra, sin embargo, botellas excepcionales, salvadas de las bombas, y se las lleva en calidad de trofeos de guerra. Las comparte alegremente con sus ayudantes, con el ordenanza. Le toca hacerse cargo de un grupo de prisioneros y decide contratar a un Monsieur Alberto, cocinero de profesión, y a un marroquí que hará las veces de pinche de cocina. El marroquí consigue estar completamente borracho desde la hora del desayuno, no se sabe cómo, según el escritor militar, pero no parece demasiado difícil saberlo.Monsieur Alberto, en cambio, es un hombre de refinada educación, cocinero espléndido, conversador eximio. Entre el oficial prusiano y su prisionero se establece una amistad extraordinaria. No lo olvidaré nunca, le dice Monsieur Alberto al escritor en el momento de la despedida, y si usted viaja en el futuro a Francia, lo invitaré a una cena que no podrá comparar con nada. ¿Se debía o no se debía leer el diario de Jünger después de la guerra? A mí me parece que sí. El germen de la rápida reconciliación de Alemania y Francia no sólo se encuentra en los vastos, visionarios planes del General de Gaulle y de Konrad Adenauer. También está en las posibilidades de entendimiento entre dos culturas, entre dos visiones del mundo diferentes. En el primer encuentro del novelista con Monsieur Alberto, el primero le pregunta si sabe hacer una sole meunière (un lenguado a la mantequilla). MonsieurAlbert, en medio del desastre, de los escombros, de la ruina general, en el escenario de civilizaciones que se desmoronan, le contesta que sí y le explica su receta personal. A partir de ese detalle, y sobre todo cuando es recogido por un soldado escritor, el mundo puede empezar a reconstruirse.

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