Los niños son la magia del mundo,
el milagro que lo transforma todo
con su llegada y lo convierten
en algo completamente distinto.
Es imposible cuantificar
lo que cada uno de ellos es;
el grado en que se enriquece el mundo
y cómo nos obligan a repensarlo todo
por el sólo hecho de existir, haciendo que
nuestro planeta dé una vuelta de campana.
Es tan poco el tiempo que cuentan
para adaptarse a nosotros
-cuando llegan son unos completos extraterrestres-
y necesitan comprender
todo lo más rápidamente posible.
Muchísimas veces, las condiciones
son tan difíciles y extremas
para ellos y sus progenitores
que su propia viabilidad está en juego
al no poder contar con las condiciones
mínimas de subsistencia o un entorno
parental estable, acogedor e incondicional.
El hecho de que
no se comuniquen
con palabras en el tramo
más temprano de sus vidas,
hace que no nos demos cuenta
de la velocidad con que internalizan
la información, desarrollan su personalidad
y van configurando, poco a poco,
aspectos de la dimensión afectiva de sus vidas
y la forma cómo se relacionan con los demás.
La condescendencia nuestra
que reduce excesivamente
una complejidad que nos supera,
nos hace olvidar que son
ellos los que, en muchos sentidos,
se están adaptando a nosotros.
Debe sorprender a los niños
esta falta de comprensión
de los adultos de cosas
que para ello son tan naturales.
Ver a uno de ellos, de sólo tres años,
conduciendo el cuarto movimiento
de la Quinta Sinfonía de Beethoven,
con tanta alegría y compenetración,
con tal sencillez y conmovedora naturalidad,
y, por qué no decirlo con tanta autoridad
y maestría interpretativa, produce
-una vez recuperado de la sorpresa y perplejidad-
un estado profundo de felicidad y esperanza.
Los niños no son el futuro,
son el presente vivo,
intenso y arrebatador…
Son nuestra riqueza, nuestra alegría,
un regalo absoluto que no nos merecemos…
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