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Después de la batalla

por Jorge Edwards
Diario El Mercurio, Viernes 11 de Mayo de 2012

La contienda electoral fue áspera, y yo, por razones obvias, no podía comentarla en columnas de prensa. Pero el día 8 de mayo, fecha de conmemoración del fin de la Segunda Guerra Mundial, la ceremonia tradicional en el Arco de Triunfo congregó a los dos contendores, al presidente candidato, derrotado hacía dos días, Nicolás Sarkozy, y al candidato socialista y presidente electo, François Hollande. Me limito a dar una impresión personal, ambiental, por decirlo de alguna manera, bastante compartida: el apretón de mano entre los dos personajes, su presencia en la primera fila, tuvo un efecto general apaciguador. Se recuperaba la vieja tradición republicana, el sentido de consenso, de unidad por encima de la diversidad. Parecen palabras, pero todos esperan que esto sea más que palabras. Lo que ocurre es que aquí hay una tregua, después de una trepidante batalla, y además de eso una economía sólida, que tiene muchas maneras de defenderse, pero en otros lados de Europa, y sobre todo en Grecia y en España, los signos inquietantes se multiplican. Alguien me comenta que los neonazis griegos, con su odio al sistema construido por los europeos, forman una de las hordas más peligrosas del mundo contemporáneo. Podemos imaginar lo que sería una Europa recorrida por bandas ultranacionalistas, fascistoides. Sería un regreso a pasados tenebrosos, que parecían enteramente olvidados. Una ceremonia republicana, democrática, en que las divisiones internas se olvidan, al menos por el espacio de una mañana, pasa a ser entonces un episodio digno de ser observado y respetado. Que Lionel Jospin, ex Primer Ministro socialista, converse y discuta con François Baroin, el ministro de Economía saliente, y que el señor Fillon, Primer Ministro hasta el día cercano de la transmisión del mando, escuche por encima del hombro, son situaciones civilizadas y, por eso mismo, no desdeñables. Que terminen las bandas militares y se vuelvan a tirar sartenes y cucharones por la cabeza, ya es otro asunto.
Entretanto, en mi calidad de diplomático intermitente, me acuerdo de anteriores ceremonias frente a la llama del soldado desconocido. En un mayo del año 71 o del año 72, un comienzo de primavera más bien frío, ventoso, con un sol que se asomaba por entre nubarrones, estuve sentado al lado de Alejo Carpentier, el novelista cubano de El reino de este mundo. Como se sabe, por razones de alfabeto, el protocolo colocaba siempre a Chile al lado de Cuba y de China. Miguel Barnett, escritor bromista, que se había alineado en el castrismo oficial después del «caso Padilla», se inclinó una vez por detrás de la espalda del embajador de Pekín, en una reunión oficial, y me dijo: “China nos separa”. No era poco, y él sabía que la separación venía por otros motivos. Pues bien, con Alejo Carpentier, que había sido musicólogo antes de dedicarse a escribir novelas, aprovechaba para hablar de música. Conocía a fondo la música francesa de finales del siglo XIX e incluso de comienzos del XX. Podíamos transitar entre Offenbach, Massenet, Chabrier, Camille Saint Saens, llegando hasta Poulenc y Pierre Boulez, a lo largo de imponentes ceremonias. Las bandas militares atacaban una pieza musical cualquiera y él conocía la biografía del autor, los lugares donde la música había sido estrenada, las más diversas circunstancias.
Ahora leo unos textos del gran mexicano Alfonso Reyes, prologados y recopilados por el señor Bernardo Hernández Amor, jurista, miembro del Tribunal Internacional de La Haya, y comprendo que Reyes escribió con notable agudeza, con buen sentido, acerca de sus experiencias de diplomático en Buenos Aires, en Río de Janeiro, en Madrid, en diversos lugares y circunstancias. Era un escritor en la diplomacia, pero fue también un gran diplomático en la literatura. Reyes se ocupaba de los manteles, la vajilla, la cuchillería, hasta los mayores tratados internacionales. En una etapa se endeudó hasta la camisa para representar mejor a su país en Europa. Fue amigo de Gabriela Mistral, de Manuel Bandeira (poeta brasileño), de Jorge Luis Borges. Bandeira escribió un poema para su despedida en un hipódromo de la ciudad de Río. Me acuerdo de dos versos: Alfonso Reyes partindo / e tanta gente ficando. Los que se van, en contraste con los que se quedan, suelen no estar bien escogidos. Alfonso Reyes cuenta que las embajadas mexicanas de su época, en un tiempo de guerras civiles, de revoluciones, de conflictos, estaban en un estado penoso de abandono. Una vez llegó a su residencia, se acostó en un catre relleno con aserrín y el catre se vino abajo. Es entre divertido y penoso, pero no me extraña en lo más mínimo. Yo me tendí un buen día en la cama de la mansión de la avenida de la Motte-Picquet, a poco de haber llegado y con la mayor inocencia, y la cama también se vino abajo. Como es muy grande, me las arreglé para dormir en uno de sus costados. Al día siguiente me explicaron que estaba ya muy gastada, con la madera un poco carcomida por el paso de los años y las décadas, y que el catre solía arquearse y terminar por derrumbarse. Son las llamadas delicias de Capua, más gratas en la distancia, pero considero que existen algunas compensaciones. Al fin y al cabo, hablar de música francesa con Alejo Carpentier, sentado en una gradería frente al Arco de Triunfo, en medio de los tambores y las trompetas ceremoniales, bajo un cielo que por momentos se despejaba, ha sido un privilegio extraordinario. Los ocasionales cototos pueden olvidarse con toda tranquilidad. 

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