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Acerca de la deserción universitaria...‏



A propósito de una tribuna de opinión
a cargo del rector de la Universidad Católica
haciendo un análisis de la deserción universitaria
publicada en el día de hoy (16/05/2012)
en el Diario El Mercurio, una modestísima opinión:
Lo que nunca se toma en cuenta
en la deserción universitaria
es la premura con que se enseña,
para ajustarse al régimen semestral
que normalmente corresponde
a cuatro meses efectivos,
con volúmenes cada vez más 
crecientes de materia
o, con dificultades de síntesis
a causa del incremento
exponencial de los conocimientos,
en los que no siempre la academia
logra discernir qué es lo esencial
que les va a servir a nivel formativo
en un futuro que todos desconocemos.
Se entrena a saltadores de obstáculos
y se deja fuera a cualquiera
que desee profundizar,
estudiar más a fondo, entender.

O lo uno o lo otro:
o saltamos obstáculos,
o nos detenemos
a analizar la carrera
y comprender si ese
ejercicio tiene algún sentido
(más allá de proveer
de un eventual económico futuro).
El que quiera hacer esto,
está sonado, porque
hay que entrenarse rápidamente
para el constante prurito evaluativo.
Hay algunos que son 
eficientes saltadores de vallas 
y otros que llegan al final de la carrera
botando varios obstáculos.

Es así como un alumno puede
'pasar' ramos con un cuatro
o un poco más, acumulando
lagunas que, en el caso de
la carrera de Derecho,
por ejemplo, y a la hora 
del examen de grado
en que se le exige integrar
conocimientos de diversas materias,
quedará muchas veces
de manifiesto que el alumno
no está bien preparado.

[Además, las segundas
o terceras oportunidades 
muchas veces no sirven,
porque el alumno no siempre
puede manejar la presión creciente:
los eventuales años perdidos,
los proyectos laborales y matrimoniales
en la puerta del horno incinerándos;,
todos a punto de irse por la borda
si no se logra controlar los nervios
para hacer que los conocimientos fluyan.]
El problema es que
el sistema se convierte 
en una estafa, porque
para haber pasado 
los cinco años de estudios,
por muy mediocre que sea
el alumno, tuvo que estudiar
lo suficiente para aprobar
-sin contar los aranceles de por medio-.
A la hora undécima,
las autoridades, 
a nombre de la excelencia
académica, se percatan
(después de haber cobrado
por supuesto) que el alumno
no está bien preparado.
Eso está bien en primer año,
pero es impresentable
y habla más bien de
un sistema mal concebido,
el que a pesar de contar
con buenos profesores
produzca estos efectos indeseables.
Si el sistema estuviese bien diseñado
desde prebásica a media
y asegurándose de que sea
efectivamente personalizado
(junto con velar que nadie valioso
queda afuera por razones económicas)
la deserción debería ser
práctica y casi exclusivamente
por razones vocacionales.
El setenta por ciento de la educación
consiste en motivar y dar confianza.
Una vez que eso se logra,
casi se está al otro lado.
Cuando los propios hijos están motivados,
pueden pasar horas, días, semanas o meses
en lo que les interesa.
Si no lo están, hasta pararse
y cruzar una pieza de un lado
a otro cuesta un mundo.

Explicar el problema 
como la consecuencia de alumnos flojos
es un reduccionismo que no explica nada.

Los profesores acostumbrados
a audiencias cautivas,
y a tener la sartén por el mango
de la nota punitiva, tarde,
mal y nunca se cuestionan
qué están ellos haciendo mal
o qué parte del sistema no funciona.

Que un profesor se queje
de que los alumnos no saben nada
es no entender que esa es la principal
función del alumno, desde la posición
de no saber, desde esa ignorancia
acompañada de desfachatez
y no poca inocencia, se pueden
hacer preguntas que descoloquen
a los profesores y que los obliguen
a pensar nuevamente, para a su vez
incentivar a los alumnos a comprender
que el profesor no tiene todas las respuestas,
y que sigue habiendo espacio para la exploración,
aventura que exige su cuota de rigor, de esfuerzo;
de imaginación con perseverancia;
de audacia con prudencia
para saber hasta dónde se puede 
llegar demasiado lejos, como decía Cocteau...
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