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¿Podemos volver al origen de lo que fuimos?‏



El Piamonte del origen
por Alejandra Costamagna.  
Diario El Mercurio, Revista del Domingo
Domingo 13 de Mayo de 2012
Busco el recuerdo de mi padre que recuerda a su abuelo
trazando en piamontés el paisaje de su infancia…
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El viaje a Trinitá, la tierra de sus ancestros, le tomó a la escritora chilena Alejandra Costamagna 18 años en total. Desde la primera vez que partió decidida a conocerlo (y se distrajo en Dublín, en Berlín, en Grecia, en Suiza, en sus todavía pocos años), hasta que finalmente llegó y vio la casa de su nono. Así recuerda, hoy, esa travesía que se puede medir en kilómetros y también en años.   
"Quisiera ser como aquel que otro ha sido una vez", decía Peter Handke que decía Kaspar Hauser en sus primeros balbuceos, aún incivilizado. Leí esas primeras palabras del niño salvaje en 1993. Tenía veintitrés años, un título de periodista recién otorgado -limpio, sin uso-, una mochila enorme y un mapa de Europa. Tenía ganas de buscar los rastros de mis bisabuelos piamonteses que emigraron a Buenos Aires en 1910, de mis padres argentinos que emigraron a Santiago de Chile en 1967, de mis abuelos paternos y maternos que nacieron y murieron en Argentina. Tenía también una amiga chilena de paso en Europa y algunos contactos por aquí y por allá. Pero lo más importante: tenía un boleto de la línea aérea Aeroflot con destino a Luxemburgo. Así que armé la mochila y atravesé por primera vez el Atlántico.

Agosto de 1993. Más de veinte horas de viaje, escala en Dublín, guitarreos de pasajeros alentados con vodka, tormenta en el aire y un idioma completamente ajeno. Podía ser ruso, flamenco o rumano. Para mis oídos peregrinos daba más o menos lo mismo. Mi primer aterrizaje en el primer mundo. O en lo que creíamos entonces que era el primer mundo. Destino número uno: Berlín. Ni mi amiga ni yo hablábamos alemán, pero queríamos ver los restos del Muro que llevaba menos de cuatro años derribado, casi la misma vida de nuestra recuperada y fragilísima democracia chilena. Queríamos sacarnos fotos junto a las estatuas de Marx y Engels en la explanada. Queríamos aterrizar esas visiones tan hipotéticas que nos llegaban de las películas de Fassbinder y Herzog en el cine Normandie, de las obras de Bertolt Brecht y Heiner Müller. De los relatos de nuestros amigos retornados del exilio, que habían pasado su infancia en Berlín y ahora no eran exactamente chilenos, pero tampoco alemanes. Queríamos, quería yo al menos, mirar de cerca ese territorio que había soportado los rigores de la guerra y había transitado del nazismo al comunismo y del comunismo a esto otro, a este nuevo momento que nadie sabía exactamente cómo denominar todavía.

Por esos días, entre frontera y frontera, leí la novela Opiniones de un payaso, de Heinrich Böll. "Soy un payaso y colecciono momentos", dice hacia el final el protagonista. Y yo lo veía así: éramos un par de viajeras que se desplazaban a pan y queso, en trenes de última clase; que dormían en casas okupa, en hostales de mala muerte o en casas de amigos de amigos; que sin proponérselo iban coleccionando momentos en Dinamarca, Grecia, España, Francia, Inglaterra. Un par de payasas a nuestra manera. Después de dos meses de recorrido juntas nos separamos: mi amiga se quedó en Londres y yo seguí sin ruta fija. Tenía un pasaje de regreso a Chile desde Luxemburgo para los primeros días de noviembre, y estábamos recién a mediados de octubre.

Mi idea de viajar al Piamonte se había diluido en la improvisación. Se habían diluido también los dólares y no conocía a nadie en Trinitá, el pueblo de la parentela paterna. Me refiero a los descendientes de Giovanni Costamagna y Magdalena Borra, los abuelos de mi padre, que subieron a un barco en Génova y desembarcaron en Buenos Aires el 11 de julio de 1910. Ella, mi bisabuela, cumplía veintidós años ese mismo día; él andaba por los veintiséis. Al llegar a Argentina se trasladaron a Campana, un poblado a setenta y tantos kilómetros de la capital, donde los esperaba Margarita Borra, la matrona del pueblo, la hermana de Magdalena. Dos años después nació mi abuelo y luego sus dos hermanos, y unas décadas más tarde mi padre, mi tía, mis primos. Mi bisabuelo nunca más volvió a Italia y siguió hablando en piamontés hasta sus últimos días, cuando ya había muerto su esposa. Vivía con mi padre, su nieto favorito, y le hablaba de su terruño, de esa Trinitá que cada vez parecía quedar más lejos. Le decía que era una casa con establo, en el borde de una loma. Que las vacas y los caballos, que el valle de Sant'Albano Stura, que las colinas, que el aire de la campiña, que las calles empedradas. Como si en realidad estuviera diciendo "quisiera ser como aquel que otro ha sido una vez".

Pero en 1993 se habían perdido los contactos, digo, y yo no intenté restablecerlos. Ahora pienso que no había madurado el momento propicio para ese viaje. De manera que en vez de tomar un tren al Piamonte, caí de visita en la casa de unos amigos holandeses de mi madre, que vivían en Suiza con una gata de tres colores. Recuerdo poco de esa última parte del viaje. Dos cosas: los maullidos atonales de la gata, que parecían emitidos en otra lengua, y el sueño que tuve una noche, donde veía a mi abuelo en una imagen difusa. Estábamos en una piscina muy grande; más que una piscina, un océano artificial con agua turbia y cada uno, él y yo, nadaba hacia una orilla distinta. Yo quería ir hacia él, pero mi abuelo se alejaba y se perdía de vista hasta que se hundía en el mar y sacaba una especie de cola de serpiente de muchos metros de largo, una serpiente sin límites visibles que giraba a mi alrededor e intentaba enredarme. Era todo muy ambiguo. Los sueños son así: intransferibles en palabras. Tampoco es transferible lo que sentí al día siguiente, cuando supe que mi abuelo había muerto la noche anterior de un ataque al corazón, en Campana. La pequeña ciudad del otro lado del charco, donde un año y medio más tarde estuve por primera vez frente a un muerto.

Abril de 1995. Mi abuela fue el primer muerto que vi. Que vi de cerca, digo; que vi a la cara. Pero ya no eran sus mejillas blancas tipo abuela ni sus labios delgados tipo invisibles como los de su hijo, mi padre. Era una masa morada, una figura de cera. "Se murió la abuela", me dijo mi padre al teléfono esa mañana. Luego del viaje a Europa yo había activado el título de periodista y ahora trabajaba en el diario La Nación, en la sección de economía. El primer y único contrato indefinido que he tenido en la vida. Poco antes de la llamada yo había entrevistado a un ejecutivo bancario y andaba con falda larga, medias transparentes, zapatos con taco. Una pinta que no era mía. Dejé la nota a medio hacer, pedí una autorización, conseguí un pasaje de última hora y salí del diario con rumbo al aeropuerto. Avión a Buenos Aires, tren a Campana. Alcancé a llegar justo al velorio. Mi padre, que había viajado más temprano, que en menos de dos años se había quedado huérfano de padre y de madre, me esperaba en la puerta del lugar donde velaban a mi abuela. Me tomó de la mano y me dijo algo que ahora no recuerdo. ¿Qué me dijo mi papá ese día en Campana frente al ataúd de mi primer muerto, mi primera muerta en realidad, que era también su madre?

Agosto de 2005. Mi padre iba a un congreso de químicos en Florencia, si no me equivoco, y decidió desviar la ruta un par de días para conocer el terruño de sus abuelos. Trinitá no tiene más de tres mil habitantes y hay muchos, pero muchos Costamagna. La historia suena inverosímil, pero juro que es cierta: mi padre entró a comer a uno de los pocos restaurantes del pueblo y ocurrió que el dueño, Francesco, era su sobrino. Un lazo en segundo o tercer grado, eso sí, pero la misma sangre. El muchacho llamó a su madre -prima de mi padre- y ella convocó a su hermana y a los maridos y a los tíos y a los hijos y a la parentela completa que de pronto apareció en el comedor con datos, árboles genealógicos y fotografías enviadas desde Argentina a mediados del siglo veinte por Giovanni Costamagna y Magdalena Borra, los abuelos de mi padre, intactas. Fotos que sobrevivieron el desplazamiento de un continente a otro, el rigor de las dos guerras mundiales, los incendios, los escondites, las caídas de los muros, el polvo de un siglo entero. Fotos del padre de mi padre y sus hermanos pequeños: imágenes que mi padre nunca había visto. La prueba definitiva fue cuando visitaron la casa en la colina. Era ésa, sin duda.

Octubre de 2011. "Llegás a la plaza y hay una calle con curvas que sube: la seguís unos metros y al fondo está la casa del nono", dijo mi padre. Al decir "el nono" se refería a Giovanni Costamagna, naturalmente. Estábamos almorzando en un restaurante alemán en Chile y mi padre me daba las indicaciones de memoria. Yo viajaría a Italia en un par de semanas, y ahora sí llegaría a Trinitá. "El nono me hablaba de las vacas y los caballos del establo que miraban hacia el valle de Sant'Albano Stura. Parecía que los seguía viendo en Campana", zanjó mi padre. Yo anoté, anoté todo. Había vuelto varias veces a Europa desde 1993, pero esta ruta en carpeta tenía un sentido inaugural. Parecía un primer viaje. Armé una maleta pequeña -ya no una mochila de montaña- y un mes y unos días más tarde tomé un avión que cruzó el Atlántico y unos trenes que me llevaron de Roma a Alessandria, de Alessandria a Torino, de Torino a Fossano. Y seguí anotando, anotando todo.

Anoté, por ejemplo:

"22 de noviembre de 2011, carro 4, Roma Alessandria, asiento 91. Busco el recuerdo de mi padre que recuerda a su abuelo trazando en piamontés el paisaje de su infancia".

"El sol de las tres de la tarde en Sestri Levante es como un sol de crepúsculo en el verano de la costa chilena: luz oblicua sobre las fachadas de unas casas pequeñas de color ladrillo, naranjo pálido, amarillo. Casitas desteñidas, ropa colgada en las ventanas".

"Cada vez más montes y verdes de fondo. Luz diáfana en el costado derecho del tren. Túnel, colinas, casitas, túnel, colinas, mar Tirreno azul grisáceo".

"15.45: llegada a Génova. Edificios de cuatro pisos, armónicos, incrustados en el verde. Humedad, gaviotas en la estación. Desde aquí zarpaban los barcos con destino a América; desde aquí salieron mis bisabuelos en 1910. 15.52: salida de Génova".

"Trato de pensar en algún Costamagna haciendo este viaje a comienzos del siglo veinte, recorriendo estas vías con bolsos de mano, montaña adentro hacia el corazón del Piamonte, neblina invernal, llegando a Fossano desde Torino, caminando por esas calles angostas de allá afuera. Pero me parece una película demasiado antigua".

El 23 de noviembre de 2011 a las siete y media de la tarde conocí a los nuevos parientes. Las primas y una sobrina de mi padre me recogieron en la estación de trenes de Fossano y me llevaron a Trinitá: ahora sí, dieciocho años después de esa intención frustrada de 1993. Comimos en el restaurante de Francesco y hablamos, hablamos, hablamos. Ellos en italiano, yo en español. Una de mis tías en grado lejano, idéntica a mi abuela, recordó los años de la guerra. Las persecuciones, el pueblo en llamas, las huidas con maletas improvisadas por la campiña, el aventurado retorno. Tuve la sensación de estar viendo un documental en blanco y negro, guardado por años en alguna bodega polvorienta. Hasta que uno de los parientes más viejos, que había estado pensativo frente a su plato de gnoquis durante toda la conversación, aprovechó un silencio fugaz. "Un poco de humor ahora", dijo en voz alta. Y largó un chiste: "A un hombre le están haciendo un juicio por haber picado a su suegra. Llevan a un testigo y le preguntan por qué no intervino. Y el testigo dice: porque se las estaba arreglando de lo más bien". Silencio en la mesa. Yo fui la única que se rió. "Tío, por favor", se quejó alguien. Pero el hombre tomó mi risa como una autorización y ya nadie lo detuvo en su seguidilla de chistes fomes, contados con entusiasmo. Más que entusiasmo, con la confianza propia de los lazos de sangre. Y con esa misma confianza paseamos más tarde por las vías empedradas, por la iglesia monumental, por el cementerio con innumerables tumbas de Costamagnas, por la plaza, por la callecita con curvas que sube la colina y desemboca en la casa del nono. Al fondo, como una figura de cera, había un caballo. Cuando vi el establo y el monte y la casa intactos, pensé que el caballo estaba ahí desde siempre, comiendo el mismo pasto de siglo en siglo, con la vista fija en un paisaje atemporal.

Trinitá apareció y desapareció esos días de 2011 como una proyección de las palabras que el abuelo de mi padre usaba para describir su paisaje del origen. Palabras en un piamontés difuso, que mezclaba tierras, lenguas y memoria. En el avión de regreso a Chile leí El libro vacío, de la mexicana Josefina Vicens. En un momento el narrador abre una pregunta: "¿Se puede aprender a ser otro?". Recordé entonces la frase de Peter Handke que había leído en ese primer viaje de 1993, y pensé que tal vez hablaban de lo mismo; que la mexicana y el alemán se preguntaban cosas semejantes. Pensé que tal vez era yo quien se hacía las preguntas. ¿Podemos aprender a ser aquel que alguna vez hemos sido? ¿Podemos volver al origen de lo que fuimos? Y si pudiéramos, supongamos que sí pudiéramos, ¿habría palabras que estuvieran a la altura de esa experiencia? Por supuesto, no tuve respuestas. No las tengo.

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