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Igualando lo incomparable y lo incomprable...‏



Todos deberían tener derecho
a una vida digna, así como
todos estamos llamados a ser libres,
y a vivir en la verdad, consagrados al amor.

No sólo somos diversos.
En muchos sentidos no somos comparables
porque cada uno lleva un tesoro invaluable
en su corazón de la cual es custodio.

En ese sentido, 
la igualdad es una medida
no aplicable al ser humano,
ya que estamos comparando
entre distinta clase de infinitos,
los que no se ajustan estos 
a parámetros cuantitativos estrechos.

Iguales en dignidad, distintos en todo lo demás.

Es como ponerle precio al alma humana
en moneda constante y sonante; no es posible,
porque no tenemos más poder sobre ella
que la capacidad de perderla.

Si alguien se vende por un plato de lentejas,
o por cualquier oropel de este mundo,
no sabe que hemos sido comprados
al más alto precio: el sufrimiento
del Dios encarnado, escarnecido
atrozmente, cargando con todos
nuestros pecados por la salvación
de hasta la última oveja perdida.

Cada uno es un infinito 
distinto, especial y único.

Todos son valiosos,
todos somos necesarios
y a la vez, por lo efímero
de la condición humana
en lo que se refiere a este mundo, 
en el corto, mediano, 
o relativamente largo plazo,
necesariamente prescindibles.

Cada uno tiene su misión.
Hay que hacer lo mejor que podamos,
en el lugar que estamos, con lo que tenemos.

Hacer nuestro mejor esfuerzo,
ofrecerlo todo, incluso nuestras carencias y fallas;
ya que más que nunca en los momentos de debilidad
-como en la arenga en la víspera de la batalla de Maldon-
nuestro pensamiento será más lúcido,
el corazón más entusiasta y decidido
justamente cuando nuestras fuerzas flaqueen.

No dejarse vencer, ni aún vencidos.
No darse por vencidos, venciéndose a sí mismo
y recordando que difícilmente la victoria
alcanza la dignidad de la derrota
de los que verdaderamente saben perder. 

El sabio aprende de las derrotas
el necio jamás se recupera de un éxito.

Hay que cometer todos los errores necesarios,
aprender de cada uno de ellos rápidamente,
para poder concentrarnos en enfrentar
las dificultades verdaderas, sin tener
que lidiar con los propios errores no forzados.

Las comparaciones engañan:
el que es humilde (no apocado) será elevado
y el que cree ser merecedor de todo
y desprecie al resto, terminará humillado.

Ser sencillos, alegres y agradecidos,
disponibles, generosos, imaginativos y esforzados;
preocupados de que no quede nadie atrás
más que de llegar solo primero, es la gran victoria.

Porque de qué sirve una victoria
sino es para compartir y disfrutar
de los logros con los demás.

Hay gente de alma pequeña
cuya falsa alegría está en el sufrimiento ajeno,
en refregarle la derrota al adversario,
en burlarse de él, en hacer escarnio del caído.

Y mientras está en eso, 
más temprano que tarde
termina el con el barro
o algo peor hasta el cuello.

En cambio el alma noble
que se alegra con las victorias
de otros, y que comparte
los logros con los demás,
nunca pierde completamente
la cabeza, porque siempre
sabe donde está su corazón...

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