por Jorge Edwards Diario La Segunda, Viernes 25 de Marzo de 2011http://blogs.lasegunda.com/redaccion/2011/03/25/por-que-montaigne.asp Los que no conocen, y la verdad es que no son muchos los que conocen, preguntan. Los demás, que forman una sociedad secreta, saben y se quedan callados. Porque hay más de alguien en Japón que lee a Montaigne, y algún disidente chino que lo tiene como lectura de cabecera, y no faltan personas en Islandia, en Singapur, en Senegal, en Uruguay y Bolivia, que lo siguen desde hace muchos años. Miguel de Montaigne vivió en el siglo XVI en una torre situada en las cercanías de Burdeos, cerca del pueblo vinícola de Saint-Émilion, en la cumbre de una pequeña montaña (de ahí su nombre). El apellido de su padre era Eyquem, y su madre era descendiente cercana de judíos sefardíes de España (López de Villanueva). Los abuelos se habían enriquecido en el comercio del pescado ahumado y el joven Miguel, para ennoblecerse, dejó a un lado el nombre familiar y adoptó el del lugar de su residencia. Los vecinos hablaban mal: decían que los torreones del castillo de los Eyquem tenían olor a pescado. Pero Miguel, que dominaba la literatura de la antigüedad clásica, que había recibido, gracias al empeño y a los bienes de fortuna de su padre, la mejor educación de su tiempo, descubrió la forma literaria del ensayo moderno y fue el escritor más libre, más abierto a los aires del vasto mundo, más irónico, de mayor gracia, de inteligencia más lúcida, del Renacimiento europeo. Sólo se puede comparar con Erasmo en los Países Bajos, con Maquiavelo en Italia, con Bacon en Inglaterra, aun cuando logró un estilo más personal, más incisivo, más ameno que el de nadie. Insistió en que escribía ensayos, no resultados, y su reflexión siempre se llenaba de narraciones, anécdotas, ejemplos antiguos y contemporáneos. A su manera, me parece que fue uno de los primeros novelistas en el sentido moderno del género de la novela. De ahí que leerlo produzca adicción, y que esa adicción, en los más remotos y variados rincones del planeta, perdure hasta hoy mismo. Gustave Flaubert tenía la costumbre de leer tres o cuatro páginas suyas antes de ponerse a dormir. Alguien sostuvo que quizá no es el mejor de todos los escritores, pero que si le dieran a elegir una persona de la historia de la literatura con quien conversar una tarde entera, lo elegiría a él sin la menor duda. Estoy de acuerdo sólo en parte, hasta cierto punto. Uno conversa con algunos libros mejor que con otros: uno puede conversar con las obras del doctor Johnson, por ejemplo, con los retratos de poetas de Thomas de Quincey, con los ensayos de Jorge Luis Borges, con las páginas finales del Quijote. Montaigne pertenece a la misma especie humana y literaria. Uno conversa con él; uno se identifica con su escritura. Algunos de mis primeros lectores, en Madrid, me aseguran que ahora se van a poner a leer los Ensayos. Pero se me acerca una persona de mediana edad, en una moderna biblioteca de Sevilla, y me sorprende. Soy un lector empedernido de Montaigne, me confiesa, y ahora me voy a poner a leerlo a usted. Son los vasos comunicantes de la literatura, las redes subterráneas. Después se me acerca una simpática pareja que habla el español con acento extranjero. Somos de la región de Burdeos, cuentan, vecinos de las tierras del ensayista, y hemos vivido unos años en Chile y comido en el Chiringuito de Zapallar. El mundo es ancho, sin duda, pero no es tan ajeno como pensaba el otro. Montaigne, que tomaba partido, pero que no fue nunca hombre de partido, sostenía que era gibelino para los güelfos, y güelfo para los gibelinos. Como quien dice: derechista para la izquierda, de izquierda para la derecha. No creo que un hombre de hoy, después de la endiablada experiencia política del siglo XX, si es informado, lúcido, reflexivo, pueda sentir las cosas de otra manera. En la época de los socialismos reales, se soñaba con el paraíso del futuro y se vivía en el infierno del presente: el de la censura, el soplonaje, la escasez de los bienes cotidianos y la inflación de los discursos. Montaigne proponía que pensemos menos en el futuro, en los “mañanas que cantan”, como solía decirse en la Francia de hace veinte o treinta años, y que comprendamos mejor el sentido y la belleza del instante. La vigencia actual del Señor de la Montaña deriva, quizá, de su noción del pasado, del futuro y del presente. Los campesinos de su región, explica en una de sus páginas, no pensaban nunca en la muerte, pero cuando les tocaba morirse, lo hacían mejor que Aristóteles, vale decir, con serenidad superior, con auténtica elegancia. Montaigne es uno de los inventores del género del ensayo, y siempre me dije que su ensayismo, entre reflexivo y narrativo, lleno de digresiones, de sorpresas, de humor y de melancolía, es un perfecto anticipo de la novela moderna. Sus páginas están escritas con la pluma de la broma y la tinta de la melancolía, como dijo Machado de Assis, el brasileño, que estaban escritas las suyas. Machado de Assis llegó por los caminos del siglo XVIII inglés, a través de Sterne y de Fielding, a Cervantes. Don Miguel pudo haber conocido a su tocayo francés. Aunque no lo haya conocido, la broma melancólica que domina en todo el Quijote es de estirpe, de aire montaignista. El problema es que Cervantes tuvo que ser recaudador de impuestos, y el pensador de la región de Burdeos, en cambio, fue propietario de algunas tierras, de un castillo más bien modesto, de algo de ganado. Eso le dio mejores posibilidades de libertad y supo aprovecharlas a fondo. En el estudio de la torre me encontré con las famosas frases de la antigüedad griega y latina escritas en las vigas del techo, aparte de una que otra línea moderna. También había tres sillas de montar puestas sobre sendos caballetes, detalle que los críticos sesudos han tendido a omitir. Al escritor, sin embargo, le gustaba encerrarse en ese lugar y salir de vez en cuando. Hacía largas cabalgatas, y en sus años maduros, en compañía de dos o tres amigos, de dos personas de servicio y de un escribiente, viajó a caballo, sin ninguna prisa, desde su tierra, pasando por Francia, por Suiza, por Alemania, hasta Roma. Ahí fue examinado con severidad por los teólogos de la Congregación de la Fe y recibido al final por el Papa. Eran tiempos peligrosos y fascinantes. Tuvo que regresar de Italia para hacerse cargo de la alcaldía de Burdeos, pero pronto intentó retirarse para gozar de la compañía de las “doctas musas”. Aunque sostuvo que había sido bastante malo como alcalde, los vecinos de Burdeos insistieron en reelegirlo. Sabemos algunas cosas y podemos adivinar el resto. Es uno de los detalles que me gustan de su historia personal: es contradictoria, secreta, llena de incesantes sorpresas. Ofrezco disculpas, por lo tanto, por mi insistencia en el tema.
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¿Por qué Montaigne?
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