El niño de la foto
por Roberto Merino
[Diario Las Últimas Noticias, Domingo 18 de septiembre de 2005]
Octubre de 1964 es una fecha -o una zona-
que debe marcar la frontera de mis primeros recuerdos.
Una especie de espuma muy lejana,
un espejismo detrás del cual
aún se confabulan
voces, rostros, calles y traspatios.
Aún no cumplía tres años
y ya conocía las rutinas escolares:
integraba informalmente
un curso de niños mayores
que estaba a cargo de mi madre en el Liceo Andes,
un colegio hoy desaparecido
que me parece que quedaba
en Irarrázaval cerca de Pedro de Valdivia.
Los pelotazos y los gritos
de esos recreos perdidos
aún están para mí al alcance de la mano,
o más bien de la memoria,
tanto como el polvo de la tiza
agitado en un bloque de luz matinal
o el color de los nísperos
prendidos de unas ramas
que se asomaban por un murallón de adobes.
Puedo fijar con claridad el mes y el año
porque esos datos aparecen
al reverso de una fotografía
que he llevado de casa en casa.
En ella aparezco junto a esos niños mayores,
sentado en un extremo de la fila inferior,
mirando con curiosidad
al compañero que está a mi lado.
Parada al centro,
demasiado lejos de mí
(así me parecía en ese momento),
está mi madre.
Qué imagen tan extraña:
puedo decir que ese niño tan chico,
de traje presumiblemente azul, soy yo,
pero esto no deja de constituir
una suposición o un acto de fe.
En el mundo de las apariencias nada nos vincula.
No obstante, muchas veces
he llegado a sentir que mis miedos actuales
son sus miedos de entonces,
y aún hoy en mis sueños
se proyecta la realidad que registraron sus ojos.
Hace dos noches uno de mis hijos
me preguntaba si la gente cambia con el tiempo:
simplemente le mostré la foto
y le dije "bueno, ya sabes que ése soy yo, ¿qué piensas?".
El sonrió en un gesto de entendimiento.
Le parecía medianamente cómico
ese radical cambio de formato
para una misma identidad.
Permanentemente
me siento en deuda
con el niño de la foto.
Pareciera que en mi vida
hay un lugar que él reclama
y que yo le he negado
a través de los años.
Se trata de una experiencia
que no siempre las disciplinas formales
-la psicología o la filosofía-
logran expresar bien,
al menos hasta donde yo tengo noticia,
aunque es muy probable
que Bachelard y Stekel
-ese paria del psicoanálisis-
hayan cubierto el fenómeno
en sus innumerables páginas.
En otro frente, hay un verso de Eliot
-más bien un parlamento teatral-
que resume toda la cuestión:
"El hombre que regresa
deberá enfrentar al niño que dejó".
Creo que es Piaget
el que menciona el caso
de un niño que siente
que las calles abovedadas de árboles
lo succionan como un túnel sin salida.
Para mí esas calles fueron,
en 1964, Lyon y Antonio Varas,
a las que asocio además
con el sonido de los cascos
de los caballos en el pavimento.
Cada vez que paso por esos lugares en el presente
busco con la mirada esos árboles
o se me aparece la palabra "caballos"
en un rincón impreciso de la mente.
De más está decir
que estoy hablando de un Santiago
muy distinto al de ahora.
Pero no tanto porque hayan desaparecido
la mayoría de las edificaciones de esos días,
ni porque ya no circulen trolleys ni liebres por las calles,
ni porque al lado de afuera de los negocios
ya no existan "gigantes"
-es decir, sujetos trepados en zancos-
ni indios apaches puestos ahí con fines publicitarios.
Es otra cosa: lo que ha desaparecido
de un modo más dramático
es la ciudad atemperada y distante,
atractiva y ajena.
Es decir, lo que se ha ido
es la forma en que el niño de la foto
miraba todo cuanto estuviera más allá de su casa.
No me cabe duda de que los niños de hoy
repiten esa experiencia de extrañeza de un modo similar,
tal como lo hicieron los niños
de los años setenta, de los ochenta y de los noventa.
De hecho los veo en el asiento posterior de los autos,
llevados de un lugar a otro,
con la cara pegada al vidrio de la ventana
escrutando las calles
que les deben resultar
tan desconocidas como infinitas.
Lo que para nosotros
son nada más que esquinas, direcciones
y, en general, apurada concretitud,
para ellos constituye
un primer esquema de un mundo
en el que se perciben como pequeñas islas.
No es raro, en este sentido,
que en tales instantes
no se muestren chacoteros ni entusiastas
y que parezcan sumergidos en pensamientos
que en nuestra urgencia no alcanzamos a descifrar.
CLASE DEL 70 SGC
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