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Japon el día después de mañana


Japon el día después de mañana
por Silvia Pisani Enviada especial La Nación Argentina GDA
Diario El Mercurio, El Sábado, 19 de marzo de 2011
http://diario.elmercurio.com/2011/03/19/el_sabado/_portada/noticias/060FFC61-E601-40F7-8A89-168856F33EAC.htm?id={060FFC61-E601-40F7-8A89-168856F33EAC}

El desastre del terremoto y tsunami ha dado paso a la angustia por un
desastre nuclear incierto. Una periodista argentina que llegó a Japón
horas después de la catástrofe escribe sobre las imágenes
apocalípticas y el pánico de la población, "que clama por pastillas de
yodo para paliar una potencial contaminación. Vista de cerca, la
devastación espanta, pero es el temor nuclear el que horroriza".

Llegar a este puerto (de Hitachinaka), donde el aire de mar se satura
por momentos con el olor a destrucción, es toparse con el flagelo del
éxodo, el primero que enfrenta el país desde los ataques con bombas
atómicas que, en agosto de 1945, arrasaron las ciudades de Hiroshima y
Nagasaki.

La gente quiere alejarse de las centrales nucleares. Los miedos se
afirman mientras crece la alarma con la confirmación de que un tercer
reactor de la planta Fukushima I explotó ayer, lo que no hace más que
agravar el riesgo de un desastre nuclear.

"Quiero alejarme de aquí, no quiero vivir más cerca de una central
nuclear. Estoy harto y tengo miedo", dice, lloroso, uno de los
pobladores, mientras apunta en dirección a la vecina Tokai, donde la
planta atómica, a pocos kilómetros, también dio noticia de una falla
en su refrigeración.

Es la primera escala del viaje, la primera bocanada de un miedo que
crecerá en la medida en que se avance hacia el Norte, al encuentro de
un paisaje desolador y de una población que clama por pastillas de
yodo para paliar una potencial contaminación. Vista de cerca, la
devastación espanta, pero es el temor nuclear el que horroriza.

"Me voy a buscar a mi hija. Ya no soporto que esté allí, y ella no
puede regresar sola. Si quiere, venga conmigo", dijo a La Nación
Miyakino Nakano, un pequeño empresario que pasa buena parte del año en
Estados Unidos y que acaba de regresar a Japón, donde lo sorprendió la
tragedia. Es un viaje hacia el Norte, hacia las zonas más afectadas
por el tsunami, que empieza dentro de la prefectura de Ibaraki, 110
kilómetros al nordeste de Tokio. Pocos kilómetros al norte de la
capital, Miyakino deja la autopista y toma por caminos laterales.

Su misión es clara: recoger a su hija y llevarla lejos de esta ciudad,
donde el fantasma de la cercana Tokai, con sus técnicos enfundados en
trajes aislantes, le quitan tranquilidad como "nunca antes", según
confiesa. "La empresa operadora dice que todo está bien. Pero yo ya no
sé qué creer", dice.

Siguen las dudas sobre la situación real y, ante la falta de
información cierta, pasa lo de siempre: el miedo y el rumor cunden. El
recorrido lleva hacia el nordeste de la isla, por la geografía más
castigada por el tsunami. Vamos rumbo al sitio de donde todos quieren
alejarse y no pueden. Un poco más al Norte está la central nuclear de
Fukushima I, con sus múltiples explosiones.

Las palabras no alcanzan a describir el miedo que asoma en los ojos y
que empuja a los que pueden a alejarse de allí. Más al Norte, está el
drama de Sendai y la recogida de los miles de cadáveres que el mar
empieza a devolver. El terremoto causó daños, pero fue el tsunami el
que arrasó la geografía. Hay autos estampados como moscas y casas
hundidas como si fueran de papel.

Los sobrevivientes de esa ciudad no entienden cómo están vivos y
caminan por lo que fue un barrio costero como quien busca algo; con el
paso de las horas se comprende que lo que hacen es dar los primeros
pasos en un duelo larguísimo. Atrás quedan Tokio y sus fuertes
temblores.

Dicho de este modo, parece un viaje al infierno. En rigor, es un
recorrido por un paisaje desolador, una pieza arrancada en vivo de la
geografía de esta potencia. La magnitud del destrozo es abrumadora.
Por momentos, parece una zona bombardeada y, de a ratos, la normalidad
asoma, revelando la suerte desigual con la que se repartió la
desgracia.

Un poco más al Norte, casas derruidas, gente deambulando y el
desconcierto de la vida interrumpida. La Nación pasa al lado de un
enorme camión dado vuelta que aún espera ser removido. Poco es lo que
era: desde los negocios hasta las veredas, donde invade el aroma
inconfundible de la muerte. El recuerdo de que no todos pudieron
escapar a tiempo de la ola gigante. Abruma el silencio.

El viaje se prolonga como atrapado por los malos presagios con los que
empezó. El día despertó con un fuerte temblor en Tokio, seguido por
una falsa alarma de tsunami en la costa y una nueva explosión en la
central de Fukushima I. Demasiado para una población que ya sufrió
mucho.

En un largo tramo no hay nada. Un poco más al Norte y al Oeste, en la
región de Yamagata, la desolación se potencia. Las casas derruidas se
cuentan por miles. Son más de 300.000 los evacuados, casi todos del
entorno de Fukushima. La gente se agolpa en las escuelas para comer y
para tener un techo. Quieren irse, pero no pueden.

A esta cronista, el temblor de 6,2 puntos en la escala de Richter que
sacudió Tokio por poco le quita el aliento. Ahora el paisaje roba el
alma. A Miyakino lo obsesiona el peligro de radiactividad. Lo dice
claramente: "Primero, en Fukushima, fue el reactor número uno; ahora,
es el número tres, y todo luego de que el gobierno dijera que todo
está controlado", dice. No es un hombre que pierda la paciencia, pero,
como muchos otros japoneses, comprende que la situación puede ser peor
de lo que dicen los informativos locales.

Otros habitantes de Tokio, en cambio, parecían ayer más golpeados por
el temblor que sacudió a la ciudad. Un miedo que se alimentó con el
pronóstico de las nuevas réplicas que así se esperan. El centro de la
capital parecía, de a ratos, desierto. Como si la gente hubiese
desaparecido.

Por las dudas, nuestro guía no espera. Quiere recoger a Junkío,
llevarla a la casa familiar en Tokio. "No creo que sea momento de
dejar el país, pero no hay por qué estar al lado de las centrales
nucleares", dice. Quiere hacerlo personalmente porque las líneas
ferroviarias hacia el norte de la isla de Tokio están interrumpidas de
a tramos y hay rutas cortadas. La conversación avanza y se pregunta si
lo que se está viendo no es el primer éxodo nuclear desde el ataque
con bombas atómicas que arrasó Hiroshima y Nagasaki.

Súbitamente, la cuestión queda sin respuesta: la ruta se desvía. Uno
de los conductores que esperan dice que el camino está averiado por
una brecha abierta por el terremoto. Pregunta si tenemos nafta para
darle. La camioneta tiene el tanque lleno, lo que es una suerte, dado
que el combustible escasea y las estaciones de servicio que pasamos
están cerradas. Un hombre cuenta que hizo cola sin suerte por un bidón
de nafta, pero que se acabó antes de su turno.
Otros locales están a la espera de clientes: es evidente que la gente
está empezando a cuidar su dinero, con excepción del que se destina a
hacer acopio de agua y alimentos envasados. El terremoto lo está
cambiando todo. "Pedimos disculpas. El hotel ha sido cerrado por causa
del terremoto", dice, en japonés, un cartel en la entrada del Chisun
Inn Hitachinaka.

"No quedan agua, leche, pan, arroz ni fideos", dice una mujer llorosa.
Cuenta que lleva días comiendo poco y que por la noche tiene frío,
pero que no es eso lo que más la preocupa. "¿Qué está pasando con las
centrales nucleares?", pregunta. Quisiera irse, pero no puede; no
tiene cómo ni adónde. Sólo le queda el refugio local con sus mantas
azules y una espera tan larga como incierta.

De lejos se ve un helicóptero. Parte de su misión es reportar la
presencia de olas gigantes, sobre todo luego del fuerte temblor de la
mañana. Estamos ahora a sólo 90 kilómetros de Tokio y aquí también,
por momentos, la zona costera evoca el paisaje de la castigada Sendai:
gente que deambula buscando entre el barro y los escombros.
La gente se agolpa y cuenta a La Nación de los cientos de autos recién
fabricados que en el puerto local esperaban para ser embarcados y que
fueron levantados por la ola gigante. De pronto, una sirena paraliza
la tarde. Junkío tranquiliza: no es ése el sonido del kinkyu , la
alarma para terremotos que suena segundos antes de que se produzca el
temblor. Es otra cosa y pasa. Por suerte.

La familia de Nakano se reúne y, al caer la tarde, emprende el viaje
de regreso hacia la aparente seguridad del Sur. El ánimo es el de
quien está anonadado por la tragedia. Atrás quedan cientos de miles
que no pueden completar la ruta. No tienen adónde ir y esperan,
resignados, en la más dura de las condiciones: con el miedo de estar
contaminándose y el pronóstico de nuevos temblores. La tristeza les
nubla los ojos.

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