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El escritor fantasma y su testigo


por Juan Villoro
Diario El Mercurio, Revista de Libros,
Domingo 27 de marzo de 2011http://diario.elmercurio.com/2011/03/27/al_revista_de_libros/_portada/noticias/AA2BB700-A2D8-4CA2-8F42-7E56EB180258.htm?id={AA2BB700-A2D8-4CA2-8F42-7E56EB180258}
 
Escribir por encargo y a nombre de otro: es un escritor fantasma.
¿Qué pasa si lo es de 200 personas, desde las cartas de amor a Twitter?
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El primer escritor profesional que conocí fue Paco López Fischer. A
los 12 años cobraba un mazapán por una carta de amor.
Su otra pasión consistía en lanzar perdigones de papel humedecidos con
su saliva y bolitas de migajón. Su blanco favorito eran las orejas.
Una tarde de granizo descubrió que pocos impactos duelen como un golpe
en el lóbulo. Además, se trataba de un objetivo ideal para un
virtuoso. Es fácil darle a una nuca. Las orejas reclaman puntería.
 
Lanzar proyectiles fue la primera seña de que quería comunicarse a
distancia. Sin embargo, como autor no buscaba destinatarios propios.
Escribía cartas sobre pedido. Hacía dos o tres preguntas sobre la
chica en cuestión. Eso le bastaba para concebir un pormenorizado
romance literario.
 
En la época en que las peluquerías se volvían "unisex", comenzó a
recibir encargos de mujeres para dirigirse a sus novios. Con admirable
profesionalismo, se puso en la piel de las enamoradas y redactó
elogios y reproches de emoción genuina.
En ocasiones se hacía cargo de las dos partes de la correspondencia,
mostrando habilidad para enamorarse y abandonarse a sí mismo.
 
Al terminar la secundaria ya le decíamos Cyrano. El apodo le iba bien
por su capacidad de escribir con corazón ajeno y su carácter de
duelista. El seductor anónimo era un adversario conocido. Provocaba
lanzando bolitas de papel; si la víctima lo retaba, disfrutaba de una
buena golpiza. La misma persona que suplantaba por escrito a la dulce
Naty, tenía los nudillos destrozados. Su cuerpo de boxeador podía
albergar a una doncella o a un rudo pretendiente.
 
Cuando empecé a escribir me vio con desprecio: "Eso no es
profesional". En efecto, yo no cobraba.
 
Poco después me cambié de escuela y le perdí la pista. Quise escribir
un cuento sobre él, pero me faltaba el desenlace. Me intrigaba que
hubiera atado y desatado los romances de una generación sin mostrar
otro interés por los demás que el ocasional deseo de partirles la
cara. Su escritura había sido utilitaria; no cultivaba otro género que
las cartas por encargo. El enigma se perfeccionaba porque yo estaba en
sus antípodas: no cobraba, confundía mis pasiones con las ajenas,
carecía de entusiasmo por el pleito.
Busqué su nombre en revistas de jóvenes escritores y editoriales
marginales; en premios, becas y congresos. Fue en vano.
Hace unas semanas lo encontré en Twitter, amparado en un seudónimo
sólo descifrable para sus amigos de primaria. Le pedí que nos
reuniéramos. Su respuesta fue típica de la realidad sin fronteras de
internet: vive en Alaska. El niño que cobraba con mazapanes ahora
trabaja para una compañía de alimentos bajos en calorías.
 
Sus aforismos en la red van de lo desafiante a lo rabioso. Estaba por
borrarlo de mi lista de twitteros cuando me avisó que vendría a
México. Nos encontramos y entendí por qué no había puesto su foto en
Twitter: no hace otro ejercicio que enviar mensajes. Sin embargo, está
satisfecho del destino que le ha dejado un cuerpo rubicundo,
abusivamente sedentario: es escritor fantasma de 200 cuentas de
Twitter. Cobra por eso y calcula que en unos meses podrá abandonar su
otro trabajo. Sus clientes son políticos de distintos partidos,
parejas atribuladas, seductores que cortejan al mayoreo, opinionistas
de la prensa, actrices más o menos famosas y "ciudadanos de a pie". La
tecnología vino en su auxilio para convertirlo en Cyrano del siglo
XXI: "Hay gente que no tiene qué decir, pero hoy en día si no mandas
mensajes, no existes", explicó.
 
Le pregunté si no era conflictivo representar a tantas almas, y me dio
otra lección de materialismo: "Sólo si no me pagan". Su gusto por
comunicar es perfectamente instrumental: lanza palabras como quien
avienta huesos de aceituna. Le apasiona establecer contacto sin motivo
para hacerlo, una afición primitiva, típica de nuestra modernidad.
 
No se ha casado y no necesita otras relaciones más que las que
modifica a distancia. Fiel a su estilo, me preguntó cuánto me pagaban.
Le pareció una bicoca. Luego criticó mi ropa: "Tweed de imitación".
Era extraño que un autor fantasma dijera eso. Luego el hombre de las
200 voces me criticó de un modo peculiar: "Tus textos siempre parecen
tuyos".
 
Hablar con Paco me dejó la sensación de dirigirme a 200 personas que
no estaban ahí. Él se decepcionó de sólo dirigirse a mí.
Limitaciones de escritores.

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