por Roberto Merino
Diario Las Últimas Noticias,
Lunes 7 de marzo de 2011
En sus memorias, Armando Uribe
cuenta que cuando muy chico
se decidió a cavar un hoyo
al fondo de su casa,
en la parte del patio
colindante con el muro medianero.
Cuando el trabajo estuvo concluido
metió el brazo por el hoyo
y le sucedió lo siguiente:
el perro de la casa vecina
le mordió la mano.
Creo que a partir de ese momento
aprendió a tenerle miedo a los hoyos.
Las fronteras amuralladas de las casas
siempre son construcciones
funcionales y simbólicas.
Durante un largo período
de la primera infancia operan
como las prolongaciones del yo
y demarcan el espacio en el cual
uno mide el alcance de su identidad.
A veces se ven
tan altos e inexpugnables,
y a través suyo se escuchan
rudimentos de conversaciones
o la música de una radio atemperada.
Cuando niño yo tenía un compañero de curso,
Pepe, que vivía en la casa contigua a la de su polola.
Sus dormitorios estaban uno al lado del otro.
Habían desarrollado un sistema de golpes
en la pared para comunicarse.
El ímpetu adolescente
llevó a mi amigo a practicar
un pequeño forado en la pared,
que ocultó de la mirada de su padre
con algún embeleco decorativo.
Por ese pequeño orificio
alcanzaba a meter un par de dedos
y recibir las caricias nocturnas
de su enamorada.
Una vez ella le deslizó un regalo
por el mismo conducto:
sus calzones blancos.
Leía hace poco
un estupendo relato
de Carlos León -Todavía-,
donde cuenta situaciones
de adolescentes de Iquique,
en el año del ñauca.
El personaje
hace una gran amistad
con el niño vecino,
a tal punto que deciden
romper un pedazo de muralla
para circular libremente
cada uno en la casa del otro.
Lo que deja perplejo a León
es que los padres de ambos
no reclamaron y simplemente
dejaron hacer.
Hace unas semanas mostraron
en la televisión el caso de un joven,
aparentemente esquizofrénico,
que estaba tan arbitrariamente enamorado
de una vecina que todas las noches
trataba de derribar a combos el muro
que lo separaba de ella.
Es curioso que no haya pensado
derribar mamparas o atravesar ventanas,
lo que hubiera sido más efectivo:
su asunto era con el muro.
La pobre mujer, con los nervios desechos,
mostraba los revestimientos descascarados
de tanto golpetazo.
¿Vieron 'El hombre de al lado?,
la película argentina?
Yo alcancé a acceder al tráiler
y me pareció una gran historia:
un psicópata que
-a través de un círculo horadado en la pared-
le da por dominar la vida
a un pobre gallo, habitante
de la única casa que dejó
Le Corbusier en Mar del Plata.
El último cuento: supe hace poco
de un señor que estaba vuelto loco
con el pelmazo que le tocó de vecino:
un solicitador permanente,
un ente invasivo y expansivo,
proclive a aguacharse
donde nadie lo ha llamado.
Hubo muchos abusos
que no mencionaré aquí,
pero lo que fue para colmar la paciencia
se dio una tarde en que el señor en cuestión
decidió hacer un alto y tomar algo de vino
en el patio de su casa.
Descorchó la botella,
contempló la ambarina claridad del vino
y con calma se dispuso a beber.
Pero algo lo perturbó,
algo que venía de la casa del lado:
era el vecino sonriente
encaramado en la muralla,
alcanzándole, con el brazo estirado,
su propia copa para que se la llenara.
CLASE DEL 70 SGC
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Al otro lado de la pared
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