Esperando la última ola
por Marcelo Ibáñez
Diario El Mercurio, Wikén, Viernes 18 de Marzo de 2011
http://blogs.elmercurio.com/wiken/2011/03/18/esperando-la-ultima-ola.asp
Este viernes vi el fin del mundo transmitido en directo por quinta
vez. Comenzó con una ola arrasando la ciudad japonesa de Sendai,
siguió con Chile evacuando todo su borde costero, el anuncio de
posibles fugas de radiación nuclear, la espera de los canales chilenos
por transmitir en directo el arribo de una ola que llegó “demasiado
tarde” en términos televisivos, y terminó con el techo del reactor
nuclear de Fukushima volando por los aires.
La primera transmisión en vivo y en directo de un Apocalipsis del que
tenga memoria, fue la imagen de un rascacielos neoyorquino en llamas.
Una imagen que me hizo pensar —sentado solo en mi living, sin twitter
para consolarme— en una inminente Tercera Guerra Mundial. Un relato
lleno del suspenso más terrible: nadie sabía qué estaba pasando
realmente, pero ahí estaba sucediendo. Extendiendo el miedo global
como una bola de fuego sobre las pantallas.
Lo vi por CNN y aún recuerdo su antológico titular en el generador de
caracteres: “America Under Attack” (“América bajo ataque”). Una imagen
tan inolvidable como esos puntitos rojos que se extendían por todo el
mapa en abril de 2009, mostrando los casos de “gripe porcina”
existentes y los que vendrían, hasta dejar a todo el planeta cubierto
de rojo y contagiado. Esa gripe que se nos dijo acabaría con buena
parte de la población. Como acabaría con la economía mundial, la
crisis subprime que vimos en vivo y en directo seis meses antes. El
año en que, parafraseando a Kubrick, dejé de preocuparme por la bomba
y comencé a amar a su inminente estallido transmitido en vivo.
Fue en medio del pánico respiratorio de la gripe porcina, que tuve que
cruzar en un mes diversos husos horarios: diez días viviendo con
indígenas en Panamá, de ahí a San Francisco, California, y luego a
Indonesia. Treinta días en que sólo vi el pánico global —el de la
gripe y la crisis económica— en los canales de noticias de los
aviones. En las portadas de los diarios. En los funcionarios de los
aeropuertos cubiertos de mascarillas y hombres con trajes nucleares
buscando señales de fiebre en los pasajeros. Mientras tanto, la
realidad de esos tres puntos del orbe continuaba funcionando como
siempre. Sólo a mi regreso a Chile caería en la cuenta de que el mundo
se seguía desmoronando. Por la tele.
Hoy sé que más allá de la información verdaderamente importante y
pertinente, el fin del mundo es un show televisado a ritmo frenético y
non stop, lleno de imágenes “espectaculares” como le gusta decir a los
conductores, como si en lugar de transmitir una calamidad estuviesen
comentando una Copa del Mundo. Imágenes que se repiten una y otra vez
como un mantra del desastre. Que ese flujo interminable de drama,
terror, ironía —Dios salve a twitter—, información y caos, es una
sobredosis que se multiplica como un virus global en plasmas,
computadores y teléfonos móviles.
Hoy sé que las preguntas realmente buenas —¿Puede el combustible de un
avión derrumbar toda la estructura de acero de un edificio como el
WTC? ¿Por qué se siguió alarmando a la población cuando en julio de
2009 resultó evidente que la “gripe porcina” era leve en términos de
mortalidad? ¿Quién se enriqueció con las vacunas?— se pierden en el
ruido audiovisual y el trepidante flujo de la transmisión en vivo. Que
las preguntas realmente necesarias quedan para los buenos documentales
posteriores, esos que, lamentablemente, se confunden, con las teorías
conspirativas de internet. Hoy sé que mientras la tele siga
transmitiendo, es porque estamos relativamente a salvo. Que cuando la
tierra bajo nuestros pies de verdad tiembla, y el mundo se convierte
en un fulgor de estallidos eléctricos, la TV es lo que primero
desaparece. Ahora sé, con seguridad, que ese es el momento de comenzar
a sentir terror.
CLASE DEL 70 SGC
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