por Alfredo Jocelyn-Holt
Diario La Tercera, 19/03/2011
En "La Gran Ola", el famoso grabado de Hokusai, no sólo llama la
atención la cresta ondulante del mar de Kanagawa, sus espumas
engarfiadas y la amenaza a tres embarcaciones, sino la aparente
impasibilidad de sus tripulantes, cuál de todos más flemático que el
otro a su lado. Digo aparente, porque, a menos que concluyamos que los
japoneses son "semihumanos", y así a veces a ojos occidentales
prejuiciados se nos manifiestan, es muy probable que dichos pescadores
estén aterrados igual que cualquier mortal (por algo Hokusai
"engarfia" las babas de aquella ola monstruosa). Otra cosa, bien
diferente, sin embargo, es que controlen sus emociones. Cuestión que
algunos occidentales lo saben, entienden y, cómo no, nos asombra y
deja admirados.
Según Ruth Benedict, en El Crisantemo y la Espada
(1946), el clásico texto sobre la mentalidad nipona que la
antropóloga, basándose en estudios para el gobierno norteamericano,
elaborara en plena guerra mundial, los japoneses no serían como
nosotros. Tienden a disociar y compartimentar experiencias (v. gr.
frecuentar geishas no implica infidelidad matrimonial). Gozan los
placeres de la vida, tanto o más que en otras culturas -un buen
ejemplo, el mero acto de bañarse-, pero, por motivos de
responsabilidad o simple cortesía son capaces de sacrificar dichos
goces o hábitos, al punto de anularse en tanto individuos si, por el
contrario, lo colectivo y sus reciprocidades debidas han de primar.
Endurecerse, como antigua y ascéticamente se practicaba (e. g.
levantándose antes del alba para "ducharse" bajo una catarata gélida),
se entiende como una manera de subordinar el cuerpo a dictámenes de la
mente. De hecho, su máxima expresión de control, reservada a personas
que han alcanzado el dominio absoluto de sí, consistiría en actuar
"como si estuviesen muertos", signo de que habrían superado hasta su
propio "yo" observador y castigador. Sólo entonces, despojado de
cualquier óxido o descomposición debilitadora viviente, se puede
destellar como un sable filudo y brillante.
Evidentemente, los
códigos de conducta virtuosa en una cultura como ésta no son éticos ni
religiosos, sino estéticos o técnicos. Sus modelos son las artes de
eximia perfección que los japoneses practican desde siglos: arquería,
esgrima y otras artes marciales, también el teatro, caligrafía y el
ceremonial del té.
Marguerite Yourcenar en Una vuelta por mi cárcel,
que al igual que su otro gran libro Mishima o la visión del vacío
versa sobre Japón, lo explica con una maestría oriental digna de su
tema. Para los japoneses, la vida es como un guión preestablecido del
que se sabe de antemano su eventual desenlace. Por tanto, no radica
ahí en "vivirla" (vivir, sufrir, gozar la vida) su valor y gracia,
sino en "actuarla". Como en el teatro, en que ya se sabe el argumento,
y entonces, si vamos una y otra vez a ver la misma pieza dramática es
porque lo que importa, fascina y nos sorprende no es otro que el actor
del reparto. El actor que se despoja de su propio ser y se convierte
en el personaje de la obra: el único que verdaderamente vive.
Semejante disposición esteticista para con todo desaconseja
estridencias, evita histerismos y aspira a esa majestad incólume,
siempre intacta, del Monte Fuji, lo único con que no puede la Gran
Ola.
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Brief comment:
La vida como representación,
eso sí, como representación irrepetible
en la que hay una sola función para cada actor del reparto,
aunque en el conjunto de la historia humana, pareciera
muchas veces que se repite el argumento una y otra vez,
aunque no siempre el desenlace para cada 'función' sea predecible...
«Semejante disposición esteticista para con todo desaconseja
estridencias, evita histerismos y aspira a esa majestad incólume,
siempre intacta, del Monte Fuji, lo único con que no puede la Gran Ola
» (aunque en sí -el Monte Fuji- encierra otro peligro).
CLASE DEL 70 SGC
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Contrapunto japonés
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