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Refundaciones


por Jorge Edwards
Diario La Segunda, viernes 3 de octubre de 2014

Las refundaciones, 
la idea de volver a comenzar, 
de hacer borrón y cuenta nueva, 
son viejas obsesiones latinoamericanas. 

Forman parte de la historia de nuestra región. 

Y se dice por ahí 
que conviene conocer la historia 
para no estar obligado a repetirla. 

Pero no sé si la conocemos, 
y sospecho, sobre todo, 
que no la entendemos. 

La conquista española fue una refundación, 
un comienzo nuevo; la independencia, otra; 
las revoluciones sociales 
de las últimas décadas, otra más. 

Todo comenzó de nuevo 
con Juan Domingo Perón, 
con Getulio Vargas, con Fidel Castro, 
con Hugo Chávez y algunos otros. 

La idea más interesante de ahora, 
la más vigente de hoy, 
aunque muchos de ustedes no lo crean, 
es la idea exactamente contraria: 
indagar en el pasado, con serenidad, 
con visión madura, y tratar de aprovechar 
y de continuar en lo bueno que tuvo. 

Cambiar, en otras palabras, 
pero para progresar, no para retroceder. 

Yo no sé, por ejemplo, 
si nuestra pregonada reforma educacional, 
completa, ambiciosa, intransigente, 
va a producir adelantos tangibles 
o problemas no bien calculados, 
callejones sin salida. 

Las autoridades, que nos miran 
desde las páginas de los diarios 
con expresiones de angustia, 
quieren que los trámites legales 
se cumplan con la mayor rapidez posible. 

¿Para qué, me pregunto, 
para hundir la cabeza pronto 
adentro de la tierra, 
para descansar de la batalla cotidiana?

Los planes son enormes, 
pero las realidades tangibles 
son altamente precarias. 

Como ocurre casi siempre, 
puesto, que la historia, 
casi siempre, o siempre, 
se burla de las teorías. 

Miro por todos lados 
y me cuesta mucho divisar 
en el paisaje actual 
a verdaderos estudiantes 
y verdaderos profesores. 

Existen, pero los medios 
prefieren mostrar a unos encapuchados 
que lanzan piedras y bombas incendiarias. 

En mis tiempos de estudiante 
en la Escuela de Derecho 
de la calle Pío Nono 
y en el Pedagógico de Macul 
había menos participación, 
más privilegio, quizás, 
alguna forma de elitismo, 
pero uno encontraba a cada rato 
a jóvenes de orígenes diversos, 
de la capital y de provincias, 
pobres y ricos, que estudiaban 
con pasión singular, 
quemándose las pestañas, 
amando el conocimiento, 
y a maestros 
de vocación pedagógica profunda, 
que a veces llegaban 
de los bares del centro de la ciudad, 
con los bolsillos de los abrigos 
atiborrados de papeles, 
con caras trasnochadas, 
y que después, 
instalados en sus tarimas,
hacían clases inolvidables 
de derecho constitucional,
de historia de las ideas políticas, 
de medicina legal, de política económica. 

El sistema se abrió en décadas recientes, 
se hizo mucho más participativo, 
y tuvo errores, excesos, abusos. 

¿Significa esto 
que había que suprimirlo todo, 
tirar el agua sucia de la bañera 
con el niño incluido?

Estuve siempre ligado en forma íntima, 
apasionada, a mundos universitarios diferentes. 

Fui profesor invitado en Chicago, 
en Washington, en Madrid y en Barcelona. 

Ahora converso con profesores experimentados 
que trabajan entre nosotros y me confiesan 
que asisten a sus aulas con miedo, 
que se encuentran con batallas campales 
entre encapuchados y fuerzas de orden, 
que las antiguas y nobles tarimas 
están invadidas por las emanaciones 
de los gases lacrimógenos. 

Es decir, salimos de una Edad de Piedra,
(de los cazadores-recolectores
de la invención del fuego)
que tenía aspectos amables, benignos, 
muchas veces interesantes, 
y entramos en la edad de las pedradas, 
de las bombas, de los incendios. 

¿Alguien en su sano juicio 
puede pensar que esto constituye un progreso? 

Haremos todas las reformas educacionales 
que se nos ocurran, pero mientras 
no cambiemos la mente de los estudiantes, 
mientras no aparezcan maestros dotados 
de la vocación y la pasión 
de los auténticos maestros, 
no conseguiremos nada.

Voy a repetir un ejemplo 
más bien simple 
y de fuerza persuasiva indudable. 

En el otoño del año 2008 
hice un curso de literatura latinoamericana 
en la Universidad de Chicago. 

Llegaba a mi clase 
a las dos de la tarde en punto 
y todos mis estudiantes, 
norteamericanos, peruanos, chilenos, 
chinos, estaban sentados alrededor 
de una gran mesa con sus libros 
y sus papeles al frente. 

Cuando preguntaba por las lecturas 
que había recomendado, 
casi todos habían leído más: 
el libro en cuestión, 
las críticas que habían 
conseguido encontrar, 
algún libro relacionado. 

Regresé a Chile 
y el entonces rector 
de una universidad conocida 
me pidió que hiciera un curso 
en diez lecciones sobre el Quijote. 

Entraba a mi clase a la hora en punto 
y sólo encontraba al rector, 
que había decidido seguirla. 

Dos o tres minutos más tarde, 
los alumnos empezaban a llegar 
con caras de cansados, de aburridos, 
comiéndose un plátano, 
arrastrando bolsones y correas desarmadas. 

Era un desfile que duraba 
alrededor de diez o quince minutos 
y que yo observaba con asombro 
y con bastante tristeza. 

No tristeza por mí, desde luego: 
tristeza por ellos. 

Les preguntaba si habían leído 
los dos o tres capítulos 
que les había encargado 
—de Miguel de Cervantes, 
de Américo Castro, de Vladimir Nabokov—, 
y muchos contestaban 
que “no habían tenido tiempo”. 

Habían tenido 
que confeccionar bombas molotov, 
a fin de protestar “contra el sistema”, 
o distribuir cáscaras de plátanos. 

No es que vinieran 
de familias marginales 
o necesariamente pobres, 
pero hacían ostentación 
de una pobreza de espíritu 
francamente extraordinaria. 

Les hablé muchas veces del tema, 
sin la pretensión de refundar nada, 
pero sí con la intención 
de meterles alguna inquietud, 
alguna curiosidad, adentro de la cabeza. 

Me atrevo a pensar que conseguí, 
a pesar de las penosas apariencias, 
algunos resultados.

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