Una de las maravillas
de la libertad de expresión
es no sentirse obligado
a escuchar ni ponderar
cuánta idiotez anda circulando
por los enrarecidos medios,
ni de tener que opinar acerca
de todos y cada uno
de los temas que otros pautean,
pudiendo ejercer la opción
de ignorar lo que dicen
los titulares de pasquines
que pululan en kioskos
reales o virtuales
y de poder autodesignarse
como primer eliminado
teniendo la opción
de apagar el televisor
cuando se nos da la real gana.
¡Qué fantástico
no tener que enterarse
de cada una de las estupideces
que se proclaman
con tanta desfachatez y arrogancia,
ni de tener la menor idea
del hervidero en las redes sociales,
ni tampoco de las polémicas
que tanto apasionan y dividen
-más por la vía de la descalificación
que por la fundamentada argumentación-
ni importarnos un soberano rábano
el polvo levantado
por los que se creen graciosos
y lucran a costa del prójimo
y se dedican a basurearlo
inmisericordemente.
Adiós para siempre
a los ¡Toma, cachito de goma!,
¡Sí, ya lo dije y qué!,
y a todas esas sandeces y pequeñeces
que se enarbolan como triunfos
por propagar sin respiro
gruesos errores conceptuales,
falencias morales y miserias humanas
de diverso tipo, cuya ambición mayor
es transformarse en viral,
compartiendo con ésta
su condición de enfermedad
y pandemia, más que otra cosa.
Locura de patio...hasta llevarnos a la tumba.
Para vivir ese tipo de vida,
prefiero la elocuencia del silencio
que se percibe en el patio de los callados
y reservarnos para las batallas
que vale la pena combatir
y dedicarnos mejor
al servicio anónimo y generoso,
compasivo y misericordioso con todos,
incluyendo los que están detrás de tanto griterío...
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