A veces, en ensoñaciones,
me vuelvo a sentar
en el asiento de adelante
del Ford Station Wagon
conducido por mi madre
a fines de los años cincuenta.
Y vuelvo a contemplar
no sólo los detalles
del panel del auto,
su palanca de cambios
junto al volante
y las manos enguantadas
de ella que se extendían
para protegernos, en una frenada
brusca, a mi hermano Willy
que iba sentado al medio
y a mí que estaba junto a la ventana.
Me dan ganas de volver a aquellos
tiempos, no para revivir el pasado,
sino para contemplarlo con mayor detención.
Si lo hiciera, pienso, habría dejado
un registro escrito y dibujado
de los detalles que me llamaran la atención.
Habría sido más cuidadoso con las cosas,
más considerado con todas personas,
no sólo en el trato, sino en la maravilla
existencial de cada uno;
me gustaría haber sido
más desprendido en todo,
más gentil, más cariñoso,
más explícito en la expresión de mi gratitud.
Me habría detenido más
en la belleza de mi madre
y no me habría cansado de decirle
lo hermosa que era, y del privilegio
de haber sido testigo cotidiano
de la gracia, elegancia y desenvoltura
como se expresaba y cómo hacía cada cosa;
de la maravilla que resultaba
-entre una infinidad de otros preciosos detalles-
escucharla tararear y silbar las canciones de Edith Piaf…
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