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Más allá de lo que diga la evidencia comparada...‏


"Los primeros 20 años de la recuperación de la democracia parecen ser huérfanos. Los acuerdos logrados en las más diversas áreas son vistos con gran distancia por gran parte de los actores que los hicieron posibles"...


Harald Beyer
El cientista político Arend Lijphart, en su "Paradigmas de la Democracia", distinguió entre dos tipos de democracia: las mayoritarias y las de consenso. Estas últimas son aquellas que buscan explícitamente acuerdos y diseñan sus instituciones políticas para promoverlos, o sus líderes electos desarrollan la tradición de actuar con este espíritu, por ejemplo en la conformación de sus gabinetes, equipos de gobierno o en los debates legislativos. Originalmente (porque esta es una idea que le daba vueltas hace tiempo), Lijphart postuló que las democracias de consenso eran indispensables para países con grandes conflictos. Sus investigaciones posteriores constataron que, además, sus resultados en diversos indicadores eran superiores a los de democracias mayoritarias. De ahí que las promueva.

Si hubiese que clasificar la democracia chilena, no cabe duda de que tendríamos que ponerla en el casillero de las preferidas por Lijphart. Y los resultados han sido muy satisfactorios. Por cierto, los problemas no se han acabado y los desafíos en múltiples áreas son enormes, pero desconocer los avances no tiene sentido. Sin embargo, esta forma de vivir la democracia se encuentra fuertemente desafiada. Esto no nos debería provocar sorpresa. Es esperable que ello ocurra y es propio de las democracias que se cuestionen sus logros y formas de procesar y priorizar las diversas necesidades que emergen como consecuencia de la vida en común. Más aún, cuando hay algunas áreas relevantes -desigualdad y movilidad social- en que los avances han sido inexistentes o, al menos, modestos. A eso hay que agregar el panorama internacional: las incertidumbres de los últimos años creadas por la gran recesión de 2008-9, que ha afectado la confianza en el capitalismo democrático, y la crisis de instituciones tradicionales como las iglesias. Estas y otras situaciones han puesto a habitantes alrededor del mundo -Moisés Naím cifra en 2.600 las ciudades que enfrentaron importantes movilizaciones en 2011- en alerta.

Por eso, más bien resulta curiosa la escasa convicción con que se ha hecho frente a ese desafío en Chile. Los primeros 20 años de la recuperación de la democracia parecen ser huérfanos. Los acuerdos logrados en las más diversas áreas son vistos con gran distancia por gran parte de los actores que los hicieron posibles. En este clima, no es extraño que la educación esté especialmente cuestionada; después de todo, las imágenes de las manos tomadas y levantadas para celebrar el acuerdo que dio origen a la Ley General de Educación están frescas en la memoria de muchos. Poco importa que haya sido un buen acuerdo y que los logros chilenos en educación, incluso en calidad y disminución de brechas por nivel socioeconómico, sean destacados en diversas publicaciones internacionales. Por supuesto, no hay nada contradictorio en celebrar estos acuerdos y logros, y reconocer los enormes problemas que persisten en educación.

Ahora bien, se podría argumentar que esos consensos de la transición tienen algo de artificial. Después de todo, tenemos reglas contramayoritarias, un sistema electoral y, por un buen tiempo, senadores designados que son difíciles de encontrar en otras democracias. Cabe suponer que esas instituciones políticas bien particulares en algo influyeron en el desarrollo de los acontecimientos, pero cargarles la mano es, sin duda, una exageración. Gran parte de los cambios que el país experimentó responden a un genuino interés en llevar adelante una democracia de consenso. Y las luces y sombras del país no se pueden entender sin esa aproximación política. No cabe duda de que ello estuvo fuertemente influido por una historia de desencuentros y fuertes conflictos que llevó a nuestros líderes políticos al convencimiento de que esa era la mejor forma de avanzar. La verdad es que si esa forma de gobernar se mantuvo no fue por la espada de Damocles que significaban esas reglas, sino porque los resultados, incluidos los electorales de las principales coaliciones que estuvieron detrás de los acuerdos, han sido satisfactorios.

Puede ser que esa historia esté quedando atrás y podamos cambiarnos a la democracia mayoritaria, sin grandes tensiones y sin retroceder en resultados, más allá de lo que diga la evidencia comparada. Ese espíritu parece animar a un sector importante de la actual oposición. Es una aspiración legítima y seguramente posible, porque esas instituciones que se cuestionan -gran parte de ellas al menos- parecen tener cada vez más sus días contados. Pero hay varios factores que hacen recomendable apelar a la cautela. Menciono dos. Ahora que Chile ingresó a la OCDE podemos compararnos en muchas dimensiones distintas. En general, Chile aparece en varias de las comparaciones rezagado, pero en ninguna tanto como en confianza interpersonal. Así, mientras los habitantes de la OCDE, en una proporción promedio que llega al 59%, expresan un alto nivel de confianza en el otro, en nuestro país esa tasa llega solo al 13%. Al mismo tiempo, en diversas encuestas se puede leer que nuestros ciudadanos valoran que los cambios se produzcan a través de acuerdos amplios. Son antecedentes que sugieren que la democracia de los consensos puede seguir siendo necesaria para el país. Por cierto, puede alcanzarse ese propósito con instituciones distintas de las actuales. Es un camino que vale la pena explorar.

Harald Beyer
Centro de Estudios Públicos

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