por Alfredo Jocelyn-Holt - 24/08/2013 - 10:06
¿CUANDO VAMOS a poder discutir sobre el 11 de septiembre en serio?:
1.
Cuando admitamos que no hay ningún grupo político de los de entonces
que no haya contribuido al desenlace, sine qua non si queremos avanzar
en la discusión. Por tanto, cualquier versión histórica unilateral que
se ofrezca probablemente no va a servir mucho.
2. Cuando concordemos que es más difícil entender que enjuiciar. No es cierto que la historia sea objetiva y no comprometida (esa es una beatería). Con todo, ello no significa que los juicios históricos pesen igual que los juicios ante tribunales. En derecho hay una norma de clausura: la cosa juzgada. Nada equivalente sirve de límite cuando reflexionamos sobre la historia.
3. Cuando coincidamos en que responsabilizar históricamente de esto o aquello a alguien nunca es condenatorio, no al menos como puede serlo en derecho. Es más, la historia es disciplina contemplativa, no de acción; sirve para pensar (v. gr. sobre el mal, cómo y por qué se produjo), no para andar persiguiendo a uno que otro malo impune por ahí.
4. Cuando dejemos también de erigirnos en “dueños de la historia” a modo de venganza y así compensar la falta de justicia. “Dar lecciones de moral nunca ha sido prueba de virtud” (Todorov). Si vamos a discutir, que sea de buena fe, encaminados a entender y aclarar, no ganar puntos de rating.
5. Cuando tomemos conciencia que el pasado per se no habla por sí solo, y menos imputa. La historia supone historiadores, ojalá doctos, quienes ordenan, hacen sentido de hechos o sucesos sin cuya mediación aparecerían ininteligibles, absurdos o caóticos.
6. Cuando reconozcamos que no es sólo cuestión de recordar. Memoria e historia no son lo mismo. La memoria no es siempre confiable y, de hecho, las memorias (siempre en plural) pueden seguir dividiéndonos, aclarando nada.
7. Cuando aprendamos a manejar mejor las imágenes. Se nos puede bombardear con imágenes (como las “prohibidas” del reciente programa de televisión), pero no bastan. Las imágenes son y no son “evidencia”; siempre son efectistas. Nos pueden impactar, conmover, escandalizar una y otra vez (es decir, pueden desenterrarlas y repetir año a año el programa), pero eso no asegura que las entendamos. Hay que saber contextualizarlas.
8. Cuando dejemos de sacralizar la historia convirtiéndola en ritual conmemorativo, muy católico, con capillas siempre ardientes.
9. Cuando admitamos que la historia -el cómo se la cuenta- también tiene su historia. Por eso, en los años 90, urgía cargarles la mano a los defensores del golpe, quienes seguían negando un cuanto hay obvio. Ahora pasa lo contrario. Se ha impuesto un discurso políticamente correcto que ha terminado por hacer un culto y sacerdocio de la victimización insatisfecha. Inquisidores infatigables que desentierran víctimas para que vuelvan a penar a culpables (y a los quizá ni tanto trabajándonos la culpa) hacen de la historia algo muy penoso.
10. Cuando convengamos que si bien la historia no es sólo de historiadores y para historiadores (por suerte), tampoco puede ser sólo de aficionados y para un público “cool” que quiere que se le ponga al día masajeando sus prejuicios biempensantes.
2. Cuando concordemos que es más difícil entender que enjuiciar. No es cierto que la historia sea objetiva y no comprometida (esa es una beatería). Con todo, ello no significa que los juicios históricos pesen igual que los juicios ante tribunales. En derecho hay una norma de clausura: la cosa juzgada. Nada equivalente sirve de límite cuando reflexionamos sobre la historia.
3. Cuando coincidamos en que responsabilizar históricamente de esto o aquello a alguien nunca es condenatorio, no al menos como puede serlo en derecho. Es más, la historia es disciplina contemplativa, no de acción; sirve para pensar (v. gr. sobre el mal, cómo y por qué se produjo), no para andar persiguiendo a uno que otro malo impune por ahí.
4. Cuando dejemos también de erigirnos en “dueños de la historia” a modo de venganza y así compensar la falta de justicia. “Dar lecciones de moral nunca ha sido prueba de virtud” (Todorov). Si vamos a discutir, que sea de buena fe, encaminados a entender y aclarar, no ganar puntos de rating.
5. Cuando tomemos conciencia que el pasado per se no habla por sí solo, y menos imputa. La historia supone historiadores, ojalá doctos, quienes ordenan, hacen sentido de hechos o sucesos sin cuya mediación aparecerían ininteligibles, absurdos o caóticos.
6. Cuando reconozcamos que no es sólo cuestión de recordar. Memoria e historia no son lo mismo. La memoria no es siempre confiable y, de hecho, las memorias (siempre en plural) pueden seguir dividiéndonos, aclarando nada.
7. Cuando aprendamos a manejar mejor las imágenes. Se nos puede bombardear con imágenes (como las “prohibidas” del reciente programa de televisión), pero no bastan. Las imágenes son y no son “evidencia”; siempre son efectistas. Nos pueden impactar, conmover, escandalizar una y otra vez (es decir, pueden desenterrarlas y repetir año a año el programa), pero eso no asegura que las entendamos. Hay que saber contextualizarlas.
8. Cuando dejemos de sacralizar la historia convirtiéndola en ritual conmemorativo, muy católico, con capillas siempre ardientes.
9. Cuando admitamos que la historia -el cómo se la cuenta- también tiene su historia. Por eso, en los años 90, urgía cargarles la mano a los defensores del golpe, quienes seguían negando un cuanto hay obvio. Ahora pasa lo contrario. Se ha impuesto un discurso políticamente correcto que ha terminado por hacer un culto y sacerdocio de la victimización insatisfecha. Inquisidores infatigables que desentierran víctimas para que vuelvan a penar a culpables (y a los quizá ni tanto trabajándonos la culpa) hacen de la historia algo muy penoso.
10. Cuando convengamos que si bien la historia no es sólo de historiadores y para historiadores (por suerte), tampoco puede ser sólo de aficionados y para un público “cool” que quiere que se le ponga al día masajeando sus prejuicios biempensantes.
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