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Esclavos de la consigna. Mala memoria y a la vez ni perdón ni olvido. ¿Aprenderemos alguna vez?‏



Año Electoral 2013
Diario El Mercurio, Viernes 30 de agosto de 2013

Mayorías y minorías

"Me da la impresión, como se decía en Francia en los tiempos de Stendhal, de que ahora, después de cuarenta años, y salvo excepciones, no hemos sabido aprender nada ni olvidar nada"...

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Jorge Edwards
Los tiempos cambian, las ideologías envejecen y se transforman, las modas pasan de moda, pero la historia, a pesar de todo, tiende a repetirse. Se repite con otros matices, desde otras perspectivas. Desde Francia, desde Europa, observamos los sucesos del norte de África o del Medio Oriente, los de Siria, Irán, Egipto, Israel, con una mirada más cercana, más experimentada, y por lo mismo más compleja. No es posible quedarse callado frente a la violencia, al crimen, a los tiroteos callejeros seguidos de decenas de muertos, pero la mirada nunca es tan simple. Se hace la crítica del gobierno de Mursi, en Egipto; los errores serios cometidos en no más de un año, el intento de los Hermanos Musulmanes de islamizar el país a marchas forzadas, pero ¿cómo aprobar a un régimen que aplica una fuerza militar desproporcionada?

Chile, hace cuarenta años, estaba muy lejos del centro del mundo, más lejos que ahora, y no tenía la menor importancia estratégica. En apariencia, por lo menos. Y la Guerra Fría tenía una virulencia que nosotros, desde nuestra orilla, no alcanzábamos a captar bien. Pero frente a las crisis de Siria o de Egipto, y en la Europa de hoy, las cosas se ven de otra manera. Existe una repugnancia europea, civilizada, humanista, frente al crimen político, sobre todo cuando está dirigido contra ciudadanos del propio país, pero a la vez hay una visión aguda, lúcida, de los males menores frente a los posibles y probables males mayores. Es decir, hay una conciencia histórica que interviene, que modifica las reacciones iniciales, que tiene consecuencias dignas de Hamlet. "De este modo -como decía Hamlet-, la conciencia nos hace cobardes a todos".

No entro en los temas oficiales, de gobierno, pero leo con gran interés las declaraciones de los ciudadanos de a pie, sobre todo las que provienen de Egipto en estos días. Hay partidarios apasionados del presidente depuesto y seguidores no menos apasionados de los militares. Todo parecería indicar que hay una guerra civil en marcha. La prensa anglosajona, pragmática, directa, de un estilo narrativo reconocible, tiende a darle espacio a testimonios variados, anónimos, de personajes modestos. Escucho a personas de sectores populares de la ciudad de El Cairo, un comerciante en pequeña escala, un transportista, un obrero de la construcción, y sostienen que los Hermanos Musulmanes se infiltraban por todas partes y trataban de imponer su estilo religioso de vida a todo el mundo. Por eso atacaban con furia a los coptos, a los descendientes de los primeros cristianos, que se encuentran en esas tierras desde siglos antes de que el gobierno elegido en las urnas fuera depuesto. Los seguidores de Mursi, por su lado, utilizan el lenguaje clásico de la condena a un golpe de fuerza, ilegítimo, contra un gobierno democrático. Era un gobierno elegido, claro está, pero ¿era, y se proponía seguir siendo, una democracia normal, tolerante de la diversidad de opiniones y de opciones religiosas?

Por mi parte, llego una vez más a una conclusión a la que había llegado hace décadas, y que se relaciona con la naturaleza misma de la democracia. La democracia representativa, surgida de elecciones populares, asume las tendencias y los intereses de la mayoría. Pero esa legitimidad de origen no da facultades para destruir a la minoría, y menos si esa minoría corresponde aproximadamente a una de las mitades del país. Los derechos de las minorías, en buenas cuentas, no son menos importantes en una democracia que los de las mayorías. En un país como Egipto, los sucesos revelan que esa noción no existía, así como no había una noción clara de la separación entre el Estado y los movimientos religiosos de una u otra tendencia.

En el Chile de hace cuatro décadas, el problema no tenía ingredientes religiosos, pero reflejaba una ideología que ya empezaba a quedar superada por los hechos. No se producía en el mundo moderno una pauperización general y una agudización de los conflictos internos de la sociedad, como había profetizado Carlos Marx, sino un crecimiento progresivo de las clases medias y una mejora de los derechos de la clase obrera en las sociedades avanzadas.

Me parece que fue una situación no entendida ni por la izquierda ni por los militares y sus adeptos de derecha. No se podía admitir una política confiscatoria, de tono puramente populista, desde la izquierda, ni una represión desbocada, descaradamente autoritaria, desde el otro lado. Había voces solitarias en ambos extremos, pero no predominaron y probablemente no podían predominar. Ahora habría que actuar a partir de un análisis equilibrado, razonable, enteramente honesto y humano, de las cosas que pasaron.

La idea de cambiar de Constitución a toda costa, por ejemplo, me parece apresurada, incluso atragantada. Se puede cambiar una Constitución, desde luego, pero siguiendo las normas jurídicas fundamentales y teniendo en cuenta a las minorías. Pero a veces, por desgracia, cuando escucho el debate actual, pienso que hemos asimilado poco las enseñanzas del pasado nuestro. Me da la impresión, como se decía en Francia en los tiempos de Stendhal, de que ahora, después de cuarenta años, y salvo excepciones, no hemos sabido aprender nada ni olvidar nada.

Jorge Edwards
Escritor, embajador de Chile en Francia, y Académico de Número de la Academia Chilena de la Lengua

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