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El cirujano de los mil trasplantes

 
Acaba de trasplantar el hígado de una niña de dos meses, en una operación histórica. Pero Erwin Buckel, considerado uno de los mejores especialistas de Chile, sufre cuando opera niños. En esta entrevista habla de sus temores, de cómo lo marcó la muerte de un hijo y de la adrenalina dentro del pabellón.   

Por Sabine Drysdale fotos Sergio López I. 
Diario El Mercurio, Revista Sábado, 10 de agosto de 2013
http://diario.elmercurio.com/2013/08/10/el_sabado/_portada/noticias/EB5F2724-134F-4E75-8ADC-B0052BF5114E.htm?id={EB5F2724-134F-4E75-8ADC-B0052BF5114E}

Las manos de Erwin Buckel no llaman la atención. No son ni muy grandes ni muy chicas. No son huesudas, tampoco carnosas. Tienen las uñas perfectamente cortadas y la piel sana, rosada. Se diría que Erwin Buckel tiene unas manos promedio, aunque en realidad están lejos de serlo. Las manos de Erwin Buckel cargan con la esperanza y la desazón. Con la vida y con la muerte. Y aunque se podría decir eso de cualquier cirujano, él no es uno de aquellos.
Erwin Buckel partió haciendo trasplantes con órganos de animales, cerdos, perros, en el Centro de cirugía experimental del Hospital Paula Jaraquemada cuando hacía su especialidad de cirugía en la Universidad de Chile. Cambiaba riñones, hígados, de un animal a otro. No había mucho más que trasplantar. En el Chile de los años 80, los trasplantes entre seres humanos eran una rareza. Le tocó asistir entonces a la operación que terminó por definir su futuro profesional: el primer trasplante de hígado, hecho por el doctor Juan Hepp en el Hospital Militar, en 1985. El paciente, de 62 años, logró sobrevivir dos semanas.
-Fue una operación muy sufrida y difícil técnicamente, pero valió la pena, abrió las puertas. Era súper increíble, como una frontera que no estaba bien cruzada. Una cosa súper romántica. Esto de traspasar un órgano de una persona a otra tiene esta cosa mágica que es única de los trasplantes. Tiene una cosa mágica y al mismo tiempo súper dura. Ir a sacar órganos de un cadáver que tiene el corazón latiendo es muy impactante; y que ese órgano lo pongas en hielo, lo lleves en un avión o en una camioneta, y lo pongas en otra persona, es una cosa increíble. Si uno se pone a pensar, es ciencia ficción -dice, sentado en la oficina que ocupa como jefe del programa de trasplantes de la Clínica Las Condes una mañana de viernes de agosto.
Luce cansado Erwin Buckel. La noche la pasó a sobresaltos. Lo llamaron a las doce, a las dos y media y a las cuatro de la madrugada por una paciente con pancreatitis a la que en un rato más deberá sacarle la vesícula. Será una operación tranquila, rutinaria, no adrenalínica como las que realiza cuando el llamado es para avisarle que ha aparecido un órgano.
-Si sé que voy a trasplantar a las tres de la mañana, no soy capaz de  dormir antes, a pesar de que debiera hacerlo.
Como médico cirujano, se especializó durante cuatro años en cirugía de trasplantes a la Clínica Mayo en Estados Unidos. Varias personas le dijeron que por qué mejor no estudiaba cirugía plástica o laparoscópica. Que su decisión era un mal negocio.
-Heredé de mi papá esa cosa machaca. Nadie me gana lo machaca. Me gustan los proyectos, los desafíos, y eso es muy de mi papá.
Su padre, del mismo nombre, llegó a Chile en los años 50 desde Alemania a hacer una asesoría técnica como ingeniero, durante seis meses, en las textiles de Tomé. Acá conoció a quien sería su mujer, que vivía en Concepción, y en esos seis meses hicieron una vida entera. Tuvieron otro hijo más, Hans, ginecólogo, un año mayor que Erwin. Él, de su madre, heredó su pasión por el campo y los caballos. Cuando no opera, Erwin Buckel es un destacado corredor de rodeo.
-Mi papá se levantaba temprano, era muy puntual y muy disciplinado, y yo soy así. Cuando me propongo algo le doy hasta que lo consigo. Cuando me propuse hacer trasplantes di todos los exámenes, fui al mejor lugar en EE.UU., me revalidé allá, me fue bien. Y cuando dije "voy a hacer trasplantes en Chile", volví. Llegué de 33 años, y ya era jefe del programa de trasplantes de la Clínica Las Condes, y era la piedra de tope. La gente que trabajaba conmigo no cachaba nada, ellos estaban aprendiendo. Yo era el único que sabía, todas las decisiones de vida o muerte pasaban por mí. A esa edad yo era la punta  del iceberg. Y cuando dije  "voy a hacer trasplantes en hospitales públicos", donde no  tenían con qué hacer nada, los hicimos, y nos fue bien. Entonces, durante harto tiempo viví un poco con la angustia de tener que tomar decisiones cuando tampoco tenía tanta experiencia. Venía de la Clínica Mayo, pero en trasplantes hay un montón de cosas que no tienen una respuesta clara.
-Hay mucho de ego en esta profesión.
-Sí. Los médicos somos gente que, en general, nos va bien, que hemos sido buenos alumnos, que hemos dado buenas PSU, que hemos sido buenos en la universidad. Somos seguros de nosotros mismos, porque nos ha ido bien en la vida y porque hemos tenido la capacidad de hacer cosas.
-Cuando se le aparece el ego gigante, ¿qué hace para bajarlo?
-Ya no se me aparece gigante.
-¿Cómo convive con su ego?
-El ego es algo que a uno lo echa a perder. Es un animal que hay que tener controlado, porque si no, uno puede tener ambiciones y cosas que pasan a ser malas para los pacientes.
Buckel se refiere a decisiones médicas que se toman pensando antes en el prestigio personal que en el paciente.
-¿Le ha pasado?
-Sí, por supuesto. A todos los médicos nos pasa. Te vas dando cuenta con la edad. Los procesos buenos, para uno, para el equipo, son aquellos que son maduros y generosos y que no están hechos con una ambición de ser reconocido.


En la sala de espera de la UTI pediátrica de la Clínica Las Condes están sentados sobre unos sillones Cristián Mansilla y su mujer, Oriana Pinto. En esta sala, donde apenas se escuchan murmullos y solo se ven rostros de gente preocupada, han estado sentados durante semanas, y quizás lo seguirán haciendo durante meses. Su hija Javiera, de menos de dos meses de vida, fue trasplantada de hígado hace diez días en una compleja operación liderada por Erwin Buckel: debieron reducir al 10 por ciento de su tamaño el hígado del donante adulto y reimplantarlo en el cuerpo de la niña que sufría hemocromatosis, una acumulación de hierro en el hígado que la tenía al borde de la muerte.
La primera reunión de los padres con Erwin Buckel y su equipo fue sin anestesia. Él les explicó que la operación tenía apenas un 50 por ciento de posibilidades de éxito, que Javiera podía morir en pabellón tan solo con ponerle la anestesia, que nunca antes habían hecho este tipo de trasplante en una guagua tan pequeña.
-La conversación con ellos fue más dura de lo habitual, porque las expectativas de éxito eran menores que en un niño más grande -dice Buckel.
La otra opción era que regresaran a Chiloé, donde viven, a esperar la inminente muerte de su hija. Les dio un par de días para pensarlo.
-Era mirarnos y llorar -dice Oriana Pinto-. Pero era la única posibilidad de vida que tenía la Javierita -agrega.
-Todo Chile sabe que es un buen doctor, era cosa de escuchar los comentarios: que es una eminencia entre los doctores. Busqué en internet y ahí salen las cirugías en que ha estado, casi siempre con éxito -dice Cristián Mansilla.
En Google puede leerse que Erwin Buckel, junto a su equipo, hizo el primer trasplante hepático en un paciente pediátrico en 1994. El primer trasplante de riñón-páncreas, el mismo año. El primer trasplante "split liver", cuando se divide un hígado para dos receptores, en 1998. El primer trasplante de riñón-hígado en 1999. El primer trasplante de islotes pancreáticos en una insulinodependiente en 2003. El primer trasplante de intestino delgado en 2004. Y ahora el trasplante de Javiera, el primero de hígado en una paciente tan pequeña, tras estresantes seis horas y cuarenta y cinco minutos en pabellón, con la adrenalina a mil.
-¿Le gusta esa adrenalina?
Erwin Buckel sonríe.
-Es rica. Es súper rica. Es una droga. Hay que tener cuidado con eso, porque uno le pierde la perspectiva a las cosas simples. Uno empieza a pensar  que las cosas que son adrenalínicas son las que valen la pena en la vida y que las cosas simples son fomes. Es como si anduvieras en un Fórmula Uno. Entonces, si te subes a un auto que no es un Fórmula Uno dices qué fome, no me pasa nada. Uno pierde un poco la perspectiva.
-Se creen Dios.
-A mí nunca me ha  pasado eso. Cada vez que me he asomado a ese pensamiento, ¡paf!, la cirugía me  golpea duramente: se me muere alguien o no me resulta como yo  pensé que me iba a resultar. En eso la cirugía es despiadada: cada vez que te crees demasiado el cuento, te pega una aterrizada salvaje. Haces las cosas súper bien y, al día siguiente, está todo tapado, todo mal y el niño muerto. Entonces, qué Dios. No hay Dios que valga.
-¿Cómo controla sus emociones?
-Uno se concentra en lo que está haciendo, hay mucha adrenalina, se va habituando. No es que uno se ponga insensible, sino que eres capaz de controlar las emociones. A mí, cuando se me muere un paciente, me golpea y me sigue golpeando súper duro y no creo que nunca me golpee más blando. Eso es bueno, porque si no uno no hace bien las cosas, no les toma el peso. Pero nosotros tenemos un 85 por ciento de éxito en general. Los 15 pacientes que fallecen son habitualmente súper sufridos y súper trabajados, y duelen. Me ha tocado sacarle un pedacito de hígado a un papá y tengo al papá en pabellón, a la guagua en pabellón, y a la señora y mamá afuera, y todo bien;  y a las 48 horas fallece la guagua y el papá está hospitalizado todavía. Vivir eso es terrible y nos ha pasado.
-A veces se equivoca.
-Uno se equivoca por el lado de darles una oportunidad a los pacientes. Y ese error es un error que no te duele tanto.  Uno tiene que creerse el cuento, tenerse confianza. Tal vez, la virtud más importante que he tenido es construir un equipo de trabajo súper jugado, que nos ha tocado vivir momentos muy complejos que los hemos zanjado exitosamente. Y eso te va dando confianza. Como esta niñita que era un caso súper difícil -dice sobre Javiera Mansilla- y finalmente es una  decisión difícil, es una guagua muy chica con papás jóvenes, había toda una carga emocional y toda una carga de presión para tomar una decisión y, finalmente, dijimos: "si hay alguien en este lugar geográfico que es capaz de hacer esta cuestión, esos somos nosotros".

Los miedos de Erwin Buckel están puestos en sus cinco hijos de entre 27 y 11 años.  En una simple fiebre, proyecta una meningitis. Vive en una casa en La Dehesa con medidas de seguridad porque teme que alguien entre y ataque a sus hijos en medio de la noche cuando él esté operando. Ha pensado en cambiarse de barrio, pero ese tema lo acecha.
-No me iría a vivir a cualquier parte.  Si no estoy en un lugar súper seguro, no me atrevo a salir.
-Está el día entero entre la vida y la muerte y tiene esos temores.
-Es que a nosotros se nos murió una hija bien chiquitita de una muerte súbita, entonces, con los niños, hemos sido bien aprensivos. La fuimos a ver durante la siesta y estaba en paro. Tenía cuatro meses, veníamos llegando de Estados Unidos. Me rompe el alma hablar de eso. Me marcó mucho. Nunca me había pasado nada a mí. Nos costó recuperarnos. Por eso, uno se pone en el lugar de los papás. Imagínate que tengas un niño que tienes que trasplantar -dice emocionado.
Trasplantar niños es lo que más le cuesta. Su vocación es ser cirujano de adultos, los niños le llegaron por los trasplantes.
-No es rico operar cabros chicos donde hay un padre angustiado, donde la pobre guagua no tiene opinión y no sabe lo que está pasando. Me cuestan los niños, me desgastan. Si pudiera dejar de hacer eso, lo pensaría.
No recuerda bien si fue su cumpleaños número 40 o 45, pero sí que había una fiesta en su casa, que debió abandonar de urgencia y trasplantar a un niño que también estaba de cumpleaños ese mismo día. Ha trasplantado a dos niños cuyos partos atendió su hermano Hans. Lo ha reconocido y saludado el bombero que le echa bencina a su auto, también trasplantado por él. Se ha encontrado con ex pacientes en la playa, en la calle. No son muchos los médicos que se dedican a su especialidad y Erwin Buckel calcula que en toda su carrera ha hecho unos mil trasplantes. Los fines de semana que puede, parte a un campo que posee cerca de Santiago, en Angostura, donde tiene sus caballos corraleros. Es ahí donde logra desconectarse de la urgencia latente de su trabajo.
-No es un escape, porque no tengo nada de qué escapar, pero es algo que no es solamente un juego ni solo un deporte,  es todo un mundo de sensaciones, de estar arriba de un animal que respira, que transpira, que hace equipo con uno, y competir. Me gusta hacerles cariño, darles pasto y que las yeguas tengan las crías y ver los potrillos en las mañanas. Me gusta el campo, estar con mis niños, y el olor a caballos y el olor  a cuero y el olor a montura.
 -¿Cuál es el olor del pabellón?
 -A sangre.
El cirujano Mario Ferrario trabaja hace unos 15 años en el equipo de Erwin Buckel. Se conocieron cuando Ferrario estaba becado y Buckel era el jefe. Le pidió que se integrara a su equipo, pero le puso una condición: tenía que formarse igual que como se formó él. Partió entonces a Estados Unidos. Ahora operan juntos. Además, son mejores amigos. Y es su collera en la medialuna. Pasan tres cuartos del tiempo juntos. Tratan de no hablar de medicina. Pero han hablado del estrés, del desgaste de este trabajo, de que seguro envejecerán antes y morirán temprano.
-Hay un deterioro por las noches que uno pasa en vela, por el número de malos  ratos y las penas en este proceso. Se asumen. Uno sabe que, probablemente, tenga un desgaste mayor que el resto y por eso los hobbies son súper importantes. El otro día hablábamos con Erwin sobre su mamá y decía: "no sé si lleguemos a esa edad, así que no nos compliquemos tanto" -dice Ferrario, sentado en su consulta.
El celular de Erwin Buckel tiene el sonido de unos grillos cantando. Suena, lo mira, pero no contesta, y dice:
-Me tengo que ir a pabellón.
Es por la mujer con pancreatitis por la que apenas durmió anoche.
-Sus manos, ¿las tiene aseguradas?
-No tanto. Dentro de los seguros que uno toma, hay algo, pero no es que uno diga: "pucha, las manos de uno".
-¿Se las cuida?
-No, eso de cuidarse las manos lo encuentro siútico.
Pero cuando habla de sus manos, de cuando se sumergen en los hígados, los páncreas, los riñones e intestinos, Erwin Buckel mueve sus dedos, como si frotara algo suave, como si sintiera el tejido. Confiesa que no tiene talento, sin embargo, para ninguna otra manualidad.
-Yo me consideré torpe para todo hasta que metí las manos dentro de una persona. No es fácil de explicar: si meto las manos dentro de un paciente y toco el hígado, toco el páncreas y me voy por un caminito y sigo por allá, siento que me sale natural, rápido y fácil. Yo entraba a pabellón y decía: aquí es donde yo le pego.
Vuelve a mirar el teléfono.
-Me tengo que ir, tengo que operar.

"El ego es algo que a uno lo echa a perder.  Es un animal que hay que tener controlado, porque si no, uno puede tener ambiciones y cosas que pasan a ser malas para los pacientes".

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