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Mercaderes en el tiempo



por Patricio Astorquiza Fabry
Capellán del Colegio Nocedal
[Domingo III de Cuaresma / 11-03/ 2012]

San Juan nos narra en el Evangelio de hoy
un pasaje que parece fácil y no lo es tanto.

Jesús expulsa a los mercaderes 
del Templo de Jerusalén, indignado
de que conviertan la casa de Dios
en una cueva de ladrones.

El texto está cargado de matices.

Los mercaderes no estaban
en el templo propiamente tal,
o sea dentro de la iglesia
como imaginaríamos hoy.

Pero sí estaban en 
el patio interior del Santuario.

Tampoco se implica que abusaran 
de los precios que cobraban.

Y cuando Juan describe
que Jesús armó 
un látigo con cordeles,
los utilizó para expulsar
a las ovejas y los bueyes,
y no necesariamente
para dar latigazos 
a los mercaderes mismos.

A los cambistas
sólo les volcó las mesas;
ello podían recoger
su dinero del suelo sin problemas.

Y a los vendedores de palomas
no les abrió las jaulas,
sino que les indicó que se fueran.

Jesús no es un agresor,
ni siquiera de los que actúan mal,
pero sí que es especialmente celoso
de lo que atañe directamente
a la casa de Dios.

El ser humano es esencialmente un reincindente.

Y la Iglesia en nombre de su Fundador
estará permanentemente en lucha
contra los mercaderes del Templo.

Si no lo hace en el terreno institucional,
aparecerán rápidamente quienes quieren
aprovecharse de la religión
para medrar a costa de ella.

Estarán por un lado
los que prefieren no distinguir
entre lo que es de Dios
y lo que es del César.

Usarán éstos del cristianismo
para fortalecer sus intereses 
políticos o económicos.

Intentarán, como los mercaderes
en tiempos de Jesús, convencer
a los sumos sacerdotes
de que esta confusión de papeles
es conveniente para ambas partes.

Jesús no dice que los judíos de su tiempo
no podían comprar las ofrendas que debían hacer.

Sólo pone cada cosa en su lugar:
que las compren, 
pero fuera del recinto de oración.

Así, la Iglesia también necesita
emplear medios materiales;
pero la oración y el culto
deben ser la referencia primera
de todo lo demás, 
sin dejar lugar a confusión.

Por último, también
en cada uno de nosotros
hay un mercader
que se introduce
solapadamente
en nuestra vida religiosa.

Nos ofrece una visión
comercial de la religión.

Le pasamos a Dios lo nuestro,
calculando la ganancia
que nos ha de proporcionar.

Es la mezquindad del mercachifle:
pasar lo menos posible, 
para obtener lo máximo que se pueda.

Pidamos a Jesús que se meta en nuestra alma
con su amor y fortaleza, y que expulse
a ese egoísta y calculador de nuestro interior.

A Dios debemos buscarle antes que nada
para darle incondicionalmente 
nuestro amor agradecido, 
nuestra gustosa colaboración
en su plan de salvación, 
la ofrenda de toda nuestra vida.

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