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Censurada la Caperucita Roja




Los relatos clásicos, leyendas, consejas, fábulas y apólogos del caso vienen avalados por dos cualidades insuperables: su origen remoto -inmemorial- y su raigambre popular.  

por  Ignacio Valente 
Diario El Mercurio, Revista de Libros, domingo 11 de marzo de 2012

Quién lo diría. La Caperucita Roja es políticamente incorrecta, Hansel y Grettel hacen daño a los corazones infantiles, Blanca Nieves fomenta conductas maldadosas en los niños. De Inglaterra nos llegó la noticia. Hay apoderados y pedagogos que son partidarios de retirar de la circulación los cuentos de los hermanos Grimm, de Perrault, de La Fontaine y quizá de otros próceres de la recopilación o de la creación del mismo género -¿tal vez Saint-Exupéry, Carroll, Wilde, Kipling, Calvino, Lewis?-, porque serían un peligro para la educación de los párvulos, cuya imaginación pueblan con seres despiadados, feas brujas, fagocitación de abuelitas crudas, secuestros: ¡violencia!

Quizá el hecho no pase de ser una anécdota, pero no deja de ser un síntoma del doblez que reina en ciertos sectores de nuestra cultura pedagógica.

El primer argumento contra esa beatería se ha levantado en nombre de la realidad, la del mundo en que ya viven los infantes, harto más despiadado, procaz y cruel que aquellos cuentos: desintegración de la familia, violencia intrafamiliar y escolar, consumismo precoz... Más aún: es en el propio mundo de la entretención infantil donde compite con las lecturas tradicionales -en competencia desleal- esa subrealidad que desfila por las pantallas, pantallitas y demases electrónicos al alcance de criaturas sin número, que se impregnan de violencia, sexo bruto, estupidez, sin que padres y educadores pierdan el sueño. Si el asunto es educar, habría que comenzar la limpieza por esos programas, canales, videojuegos, y no por los textos ya clásicos de la literatura universal.

Habría que filtrar, en seguida, esos abundantes "cuentos para niños" de baja calidad imaginativa y verbal, cuyo presupuesto básico parece ser éste: que los niños son tontos, que se entretienen con cualquier necedad puesta por escrito y expurgada de todo mal, un mundo niñoide y color de rosa. Pero lo que de veras educa y entretiene a un niño, es decir, un buen cuento para niños, es en primer lugar un buen cuento a secas, capaz de ser apreciado por un adulto exigente, y eso en virtud de su misma dialéctica entre el bien y el mal. El peligro no es un cuento que describe el mal, sino un mal cuento.

Los relatos clásicos, leyendas, consejas, fábulas y apólogos del caso vienen avalados por dos cualidades insuperables: su origen remoto -inmemorial- y su raigambre popular. Esas narraciones han sido y son para los niños una incipiente reserva de humanismo, de encantamiento, de magia, hoy más necesaria que nunca como antídoto frente al asalto de una tecnología desoladora que padecemos desde la cuna hasta la tumba: ¡el Nuevo Mundo Feliz! Frente a él se alzan las voces elegíacas de quienes claman por el reencantamiento del mundo. ¿De qué reencantamiento nos hablan, cuando se ha criado a los pequeños en el desencanto de un temprano tecnicismo mecanicista?

Los dragones, hechiceras, monstruos y demonios del género clásico nunca inquietaron a nadie en épocas y culturas de un sentido ético más recio que el nuestro. Al contrario, se sabía que esos barrabases eran altamente educativos, porque -entre otras razones- sin ellos no podía haber tampoco hadas ni héroes. De cara a las tragedias de Sófocles o Esquilo, Aristóteles forjó el concepto de "catarsis": la purificación que sufren las pasiones, las desgracias y los horrores a su paso por la belleza artística, por la imaginación creadora, por el gozo de la contemplación. Es por esta misma transfiguración emotiva y moral que el lobo, la bruja o el dragón -en suma, el mal- hacen bien al corazón del niño y lo educan. En otra parte están los males que lo malean, y de ellos deberían preocuparse los padres y educadores de Inglaterra y de todo el mundo.

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