por Leila Guerrero
Diario El Mercurio, Revista Libros,
Domingo 4 de marzo de 2012
Cuando emerge un poeta maldito
lo hace porque todas las condiciones
de la tragedia están dadas o, por el contrario,
él se encarga de suscitarlas
debida a la remota contradicción
entre el artista incomprendido y el mundo.
Ambas aparecen en este apasionante volumen
que da cuenta de malditos latinoamericanos.
De los diecisiete destacamos
a Teresa Wilms Montt.
La biógrafa Alejandra Costamagna
escoge el registro emotivo
para desmenuzar a esta escritora
"suicidada" por la sociedad
en quien la vida, como ocurre
con frecuencia en el malditismo,
devora a la obra que, creemos,
ha resistido mal el tiempo,
no así su sacrificio, su rebeldía
de mujer inmolada
por un medio social represivo.
Semejante es el caso de Rodrigo Lira,
también suicida,
un esquizo en el Chile ochentero,
performer y desinstalado.
El biógrafo, Óscar Contardo,
recurre a quienes lo conocieron
y la obra del poeta resulta hoy,
más que en su momento,
clarividente ante la paranoia
y el delirio persecutorio de la época.
Entre los rasgos básicos del malditismo
están el amor/odio a la familia,
la huida, el exilio o el refugio
en lo que resta del cuerpo:
la sed de vivir, el autocastigo,
la tentación de lo imposible:
nudos sin desatadura.
Todo aquello debe ser hecho poesía.
Por alguno de estos umbrales
entra la vasta figura
de Joaquín Edwards Bello,
perfilado por Roberto Merino.
Fue un tábano reprendedor de
"ese renacuajo fétido llamado chileno".
Ludópata y cronista torrencial;
un memorioso y un bohemio pestífero.
La máscara de sí mismo;
un meteco aquejado de "parasitis"
y un novelista nostálgico de Valparaíso,
cuyo viento nunca pudo llevárselo.
César Moro, poeta peruano
aquejado de galicismo mental,
vivió entre la Lima de los años 20,
huachafa y sumisa, y París,
publicando sus libros en francés.
Fue un surrealista,
con una vida más caudalosa
que su poesía, inencontrable.
Un hombre que experimentó
l'amour fou y murió por él.
Su biógrafo, Marco Avilés,
recurre a entrevistas de críticos
que han seguido su huella
y a los diarios íntimos de Moro.
Terminó en la Lima de los años 50,
dando clases de francés
en el colegio militar Leoncio Prado.
Mariana Enríquez
logra una total sintonía
con la sombra que dejó
Alejandra Pizarnik,
particularmente los testimonios
de sus cercanos: Fernando Noy
y Juan Jacobo Bajarlía.
Como buena parte
de los escritores malditos,
Alejandra redactó diarios
y envió cartas de ahogada
para, indistintamente,
avisar o acelerar su proceso
de autoaniquilación.
Padeció de desórdenes mentales,
consumía píldoras para combatir
la ansiedad, las depresiones,
la incomodidad de sus seres queridos
y con su cuerpo, que amaba y detestaba.
En su breve pero deslumbrante obra poética
deseó: "Hacer con mi cuerpo el cuerpo del poema".
En el empeño se le fue su tiempo,
detenido antes de los cuarenta;
residió en clínicas psiquiátricas
y compuso un libro de nombre:
"Extracción de la piedra de la locura",
a la que toda la vida
quiso sacársela de su mente.
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