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La gran esperanza del cerebro


Claudio Hetz dirige 11 proyectos para la U. de Chile, entre ellos el Instituto Milenio de Neurociencia Biomédica (BNI), publica 15 papers al año, codirige la Fundación Neurounión y lidera una banda de "rock científico". En su trabajo, ha logrado en ratones avances que, de replicarse en humanos, significarán un alivio para los pacientes con ELA, Parkinson y Alzheimer. 

© Marcelo Segura
Detrás de la puerta, que está cerrada a presión para que no se escape ningún virus, hay instrumentos de cirugía a escala ratón. Claudio Hetz, vestido con pantalones pitillo, camisa de manga corta y zapatillas, entra y destapa una máquina que parece un microscopio con una aguja en la punta.

-Para humanos sería lo mismo, pero más grande -dice.

Con ella pronto les inyectará a nuevos ratones virus artificiales en sus cerebros, para que les transfieran genes mutantes con enfermedades humanas. Y luego les hará lo que viene haciéndoles hace más de una década: encenderles o apagarles otros genes para combatir esos males.

Abre otra puerta, y el olor a ratón golpea en el rostro. En una repisa, decenas de ratoneras muestran sus etiquetas, diferenciadas por colores: Esclerosis Lateral Amiotrófica, Parkinson y Alzheimer, entre otros terrores neurodegenerativos. Algunos de esos ratones viajarán pronto a EE.UU. para ser sometidos a pruebas en laberintos de agua y luces, con la esperanza de que puedan recordar. Otros, con menos suerte, se paralizarán.

Hetz toma una de las jaulas de plástico, y la pone frente a sus ojos celestes. En ella, tres ratones enfermos de ELA caminan. Se les nota en el pelaje que no han podido limpiarse durante un tiempo. Uno de ellos da cada paso con una lentitud ceremoniosa, que revela su avanzado estado.

Desde distintos puntos del pequeño cuarto, un centenar de ratones espera. Algunos, con Parkinson, en cualquier otro lugar del mundo vivirían 150 días, pero aquí resistirán 300. Otros, con ELA, están logrando que sus propios cuerpos se alimenten de las proteínas que les atacan las neuronas. Los últimos, más recientes, ya tienen mejor memoria que la que jamás ha tenido un ratón.

-Sí, esos son los superratones -dice Hetz-. Aprenden mucho más rápido, recuerdan mejor.

Detrás de los cientos de diminutos ojos que miran, en cerebros también diminutos, hay tantas preguntas como para ocupar la vida de una decena de científicos. 

Claudio Hetz quiere responderlas.

LOS MAILS DEL ELA
A primera vista, nada hace sospechar que la oficina, que está en la entrada su Laboratorio de Estrés Celular y Biomedicina, en la Universidad de Chile, pertenece a un científico. Sobre el escritorio, John Coltrane muestra su saxofón en un enorme cuadro. En los estantes, una pila de vinilos de jazz y de rock acompañan a un tocadiscos que casi nunca descansa. En la pared, láminas de pinturas abstractas combinan con los muebles, pero sólo cuando Claudio Hetz explica lo que son el lugar comienza a parecer lo que es: son las primeras imágenes cerebrales que investigadores de otros siglos dibujaron de lo que veían en sus microscopios. Del otro lado de la puerta, una decena de premios y diplomas: mejor biólogo joven de Latinoamérica según la Academia Latinoamericana de Ciencias, finalista del premio anual de Science, mejor científico joven de Chile, y un diploma de profesor adjunto de Harvard. A unos metros, un tablero con los 45 papers que ha publicado en los últimos tres años, en revistas como Science y Nature. En total, son 105. Tiene 38 años.

Se ve relajado. Pese a las reuniones diarias para coordinar el financiamiento que media docena de instituciones le aportan -entre ellas, la de Michael J. Fox contra el Parkinson-, dice no tener problemas para manejar la producción que realiza en sus 11 proyectos, entre ellos el Instituto Milenio de Neurociencia Biomédica. Pero en el último tiempo ha tenido que aprender a lidiar con una presión mayor, la de las expectativas de la gente. Todas las semanas le llegan mails de personas enfermas, que quieren saber cómo pueden acceder a sus pruebas, y él se sienta a explicarles que en Chile aún no existen ensayos clínicos para ese tipo de avances.

-Estamos tratando de armar un ensayo clínico para ELA. Uno siente empatía por el dolor ajeno, y hacemos tantas cosas que quedan ahí. Curamos al animal, entendemos. Pero cuando nos pegamos el salto a hacer una droga ya no estás haciendo ciencia básica, sino biomedicina, y generando esperanza. Estamos sintiendo la responsabilidad de llegar más allá.

La expectativa le explotó en la cara en 2009, al poco tiempo de regresar de su posdoctorado en Harvard, cuando publicó un paper en la portada de la revista Genes & Development,  donde exponía cómo inyectándole cuatro genes a un ratón, buscando apagar la adaptación de sus neuronas frente a la ELA, había logrado que desarrollara autofagia. Es decir, había generado que el organismo del ratón comenzara a comerse los cúmulos nocivos de proteínas en sus neuronas para producir energía. Un fenómeno que en los seres humanos se produce sólo en las primeras horas de vida, al perder el cordón umbilical y antes de empezar a ser amamantados.

El paper no podía no generar esperanza. Los ratones enfermos habían logrado vivir el doble de lo normal, y la siguiente pregunta era obvia: si un ser humano con ELA podría extender su sobrevida también al doble. En su artículo, Hetz proponía un posible tratamiento: consumir trehalosa, un azúcar vegetal capaz de producir autofagia, pero no contaba con los test clínicos para ver los resultados ni los efectos secundarios. De eso tendría que ocuparse alguna institución con los recursos suficientes para testearlo, pero la prioridad de las farmacéuticas -se lamenta hoy el científico- no suelen ser las enfermedades raras, por definición poco rentables. 

De todas formas, hoy en Amazon se puede conseguir trehalosa a diez dólares, y leer comentarios de enfermos de ELA que describen las dosis que les han dado resultados, y algunos efectos intestinales secundarios. En Argentina y España, cuenta Hetz, ya hay neurólogos que la recetan. Él dice que la ha probado, y que si tuviera ELA la tomaría. 

Cuando una enfermedad te mata en cinco años, no hay tiempo para protocolos.

CERCA DE LA REVOLUCIÓN
A Hetz le cuesta hacer entender a los enfermos que lo suyo es investigar, no crear remedios. Lo que lo mueve es algo más básico, que se le metió en las neuronas en alguna clase de la carrera de Ingeniería en Biotecnología con especialización en Genética Forestal. Antes, había sido un niño fascinado por las plantas, y había entrado a estudiar sin saber de qué se trataba. Pensando en crear árboles gigantes. Una vez adentro, se deslumbró cuando un profesor le explicó que las células, ante el estrés de una enfermedad cerebral, llegan a un umbral en que deciden adaptarse o suicidarse: lo que en ciencia se llama apoptosis. Lo que le interesó, explica, no fueron las enfermedades en sí, sino cómo funcionaba esa sorprendente subjetividad biológica,  que lo llevó a estudiar el fenómeno al prestigioso Instituto Serono de Suiza. Una pregunta le había cambiado la vida: ¿podía correrse ese umbral para convencer a las células de que no se suiciden?

-Es fundamental cómo las moléculas toman esa decisión, porque genera que tus neuronas se mueran en el Parkinson o Alzheimer. Son umbrales temporales, y tú los puedes mover y ver que la célula decide morir cuando podría haberse reparado. Está dado por cómo las células leen la información, que es algo relativo. Si entiendes cómo miden para decidir, lo puedes mover. Eso es lo que estamos haciendo en el laboratorio a nivel preclínico con drogas, y con terapia génica.

Cuando empezó a publicar sus primeros papers en el tema, a sus 26 años,  casi no existía bibliografía al respecto. Pronto el joven chileno llamó la atención: lo seleccionaron para hacer su posdoctorado en Harvard con Stanley Korsmeyer, el descubridor de la apoptosis, y un año después sacaron juntos un artículo revolucionario, donde conectaban en una misma proteína la maquinaria que regula la adaptación o muerte de las células. Fue el último trabajo de Korsmeyer, que murió antes de que lo publicaran, pero Hetz tomó el testigo: comenzó a apagar y prender genes en cerebros animales, y a estudiar qué efecto tenían en las enfermedades. En poco tiempo ya estaba en la vanguardia del tema. Los últimos tres años, la revista Nature le ha pedido sólo a él que escriba una revisión anual sobre el futuro de este campo.

Su último golpe, a fines del año pasado, fue encontrar en pacientes con ELA alteraciones tempranas en genes encargados de proteger el equilibrio de las proteínas. Para eso, secuenciaron junto a Robert Brown, de la Universidad de Massachusetts, los genes de cientos de enfermos en Estados Unidos, en un estudio sin precedentes para establecer el origen del mal. El descubrimiento le valió el mes pasado ganar el premio anual de la organización suiza Frick Foundation, una de las instituciones mundiales top en el tema, y el premio de ciencias más importante del gobierno iraní. Nunca un latinoamericano los había ganado, pero Hetz dice que los galardones no son lo más importante que le está sucediendo.

Lo más importante, dice, es ver cómo otras instituciones del mundo están avanzando a la par suyo. Después de 15 años, empieza a sentirse cerca de una revolución.

EL LABORATORIO FRENÉTICO
La Facultad de Medicina de la Universidad de Chile está cerrada, y no hay una sola persona en sus pasillos. En pleno febrero, el guardia mira con desconfianza cuando alguien quiere ingresar. Al fondo del laberíntico edificio, el laboratorio de Hetz tiene las luces prendidas. En él, una docena de científicos y posdoctorados trabajan en vacaciones. Entre centenares de instrumentos, refrigeradores con cerebros de ratón, neuronas vivas y virus, cada uno lleva una línea de investigación: muerte celular, fisiología de las neuronas, terapia génica. El laboratorio abre las puertas a las 9 de la mañana, durante todo el año, y Hetz los presiona para que vivan la ciencia tan intensamente como lo hace él. Su equipo responde. “No se hacen solos 18 papers mágicamente”, dice con tono socarrón, mientras se pasea con una taza de té.

Ha aterrizado hace tres horas en un vuelo de México, donde fue a un congreso de neurociencia, y se va poniendo al tanto de cada proyecto. En la tarde, tiene ensayo con su banda de rock experimental, La Nave, su vía de escape a la presión científica. Aunque a medias: las letras de las canciones suelen hablar de termodinámica y otros conceptos físicos. El científico cuenta, mientras muestra un pequeño cerebro, que muchas veces las ideas se le ocurren mientras está tocando, y que en las noches suele soñar con proteínas personificadas. Dice que al menos dos experimentos claves se le han ocurrido en sueños, y se ha despertado apurado a anotarlos.

Al final del laboratorio, uno de sus posdoctorados, Alexis Rivas, lleva adelante el nuevo proyecto estrella del centro. El año pasado lograron que el gobierno les comprara un microscopio robótico de $200 millones, único en Latinoamérica, para hacer una biblioteca con los principios activos de 300 plantas nativas del país. Hetz de pronto se entusiasma con la idea de hacer remedios: mientras mira la máquina, habla sobre la cantidad de fármacos contra enfermedades neuronales que podrían salir de ese estudio. Dice que quiere entender qué era lo que sucedía con las medicinas naturales de los indígenas prehispánicos, que nunca han sido estudiadas.

-Aquí vamos a estar todos los días los machis -dice, y hace con las manos como si moliera algún ungüento. Rivas le celebra el chiste, sin dejar de mirar la pantalla.

Tienen proyectos como para trabajar varios febreros. Además de la Fundación Neurounión, que codirige hace cuatro años, y en la cual fomentan becas para estudiantes y médicos que quieran hacer investigación -y que actualmente tiene un edificio en construcción en Providencia-, está construyendo un laboratorio para Parkinson financiado por la familia Said, en donde piensa hacer análisis génicos de la población chilena para entender qué factores están influyendo en el mal a nivel local. La idea también es hacer un open lab, para todo aquel que quiera investigar, y atender pacientes. 

De todos sus avances, cree que lo que están haciendo en Parkinson puede ser el más importante, ya que es la enfermedad más sensible a las alteraciones en proteínas. Hoy están probando una terapia génica en ratones para hacer más fuertes sus neuronas antes de la aparición de la enfermedad, y les está dando resultado. Tiene firmada una alianza con Genzyme Corporation, el líder mundial en terapia génica, y de lograr resultados óptimos, el siguiente paso será desarrollar un tratamiento para humanos. La clave está en que al ser muy pequeña la zona del cerebro que afecta el Parkinson, es más sencillo inyectarle un virus sin correr grandes riesgos.

En el camino, han ocurrido más cosas: en los últimos meses ha comenzado a tener pruebas exitosas haciendo el proceso inverso a lo que hasta ahora hacía en Alzheimer: inyectándoles un gen en el hipocampo está logrando estimularles la memoria y el aprendizaje. El proyecto, que aún no ha sido publicado, pero ya llamó la atención de la Marina norteamericana -que le preguntó, cuenta riéndose y con fingida cara de susto, si podrían existir soldados que aprendieran más rápido-, abre la puerta para una posible terapia contra el Alzheimer en el futuro.

-Es superinteresante, porque tenemos una terapia que afecta directamente la memoria y el equilibrio de las proteínas. Podría ser un tratamiento milagroso. Ahora los ratones aprenden mucho más rápido y recuerdan mejor. Obviamente podría llegar a servir para seres humanos.

El científico cuenta esas cosas, mientras se le hace tarde y ya no habrá ensayo de rock. Sabe que cada uno de esos descubrimientos significará recibir más mails de gente desesperada, y la presión de tener que encontrar recursos, coordinar instituciones y hacer alianzas para intentar llevar los experimentos que lo apasionan a soluciones aplicadas.

Espera, pese a todo, conseguirlo.

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