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El aborto y la izquierda

DANIEL MANSUY, aborto



La presidenta Michelle Bachelet presentó finalmente su proyecto que busca legalizar el aborto bajo tres condiciones: peligro de vida de la madre, violación e inviabilidad fetal. El proyecto también prevé respetar la objeción de conciencia, pero sólo para personas y no para instituciones. Por de pronto, es innegable que la fundamentación del proyecto resulta insuficiente, pues se echa en falta una reflexión más elaborada sobre una materia tan delicada.
Por un lado, es sabido que el aborto directo ya no es requerido para salvar la vida de la madre, y que la legislación actual resuelve las situaciones límite. En seguida, es difícil comprender por qué un ser humano producto de una violación tendría menos dignidad que otros. Alguien podría objetar que el punto en discusión es precisamente si hay allí un ser humano o no, pero en rigor el proyecto presupone que hay algo así como una persona, de lo contrario no tendría por qué restringirse sólo a algunas causales.
Teniendo ese dato a la vista, está de más recordar cuán peligroso es seleccionar quiénes merecen vivir: hay allí un evidente germen totalitario, por más que la idea se vista de ropajes liberales.
Por otro lado, el concepto de inviabilidad envuelve profundas dificultades científicas y filosóficas. En efecto, ¿qué diantres puede significar que un ser humano sea inviable? ¿Quién tiene derecho a determinar eso? ¿Desde cuándo un diagnóstico médico -falible por definición- equivale a una condena a muerte? Detrás de la inviabilidad parece esconderse algo brutal, porque la dignidad humana no puede respetarse a medias o cortarse en pedazos. Por último, al querer forzar a instituciones a practicar abortos, el Ejecutivo abre un flanco absurdo e infantil que sólo puede traerle problemas. Es perfectamente atendible, dado el carácter complejo y sensible de la discusión, que haya establecimientos que no quieran practicar abortos, y cualquier sociedad pluralista debería admitir esa premisa.
Con todo, la paradoja central tiene que ver con el respaldo casi unánime de la izquierda chilena al proyecto. En efecto, el aborto viene siendo el último eslabón de un individualismo que intenta erigir la autonomía y los derechos de la mónada como dogma sacrosanto, incluso por sobre la dignidad del más débil.
En esta lógica, la decisión individual prima siempre sobre cualquier otro tipo de bien involucrado (y por eso Marx, en La cuestión judía, critica con tanta fuerza la noción de derechos individuales). Al apoyar una medida de esta naturaleza, la izquierda acepta el mismo liberalismo exacerbado que dice combatir en otras dimensiones de la vida social, y admite un principio que tiene poco que ver con aquello que se supone son su historia y sus convicciones, como lo han advertido tipos tan lúcidos como Pier Paolo Pasolini o Jean-Claude Michéa. Si efectivamente la vocación originaria de la izquierda es la protección del débil -esté donde esté-, uno puede preguntarse si un sector que aprueba y promueve el aborto (aunque fuera implícitamente) como solución a gravísimos problemas sociales merece llevar ese nombre.

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