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Escribiendo novelas en el iPhone


por Edmundo Paz Soldán
Diario La Tercera, lunes 16 de febrero de 2015

Hace un año y medio invité a Mario Bellatin a un encuentro literario en Cornell. Una mala combinación de vuelos lo tuvo seis horas en el aeropuerto de Newark. A la llegada a Ithaca le pedí disculpas y le dije que ese era el problema de vivir en un pueblo “centralmente aislado”, pero él respondió, radiante, que ese tiempo había sido fundamental para terminar su nueva novela, El hombre dinero. La estaba escribiendo en su iPhone, en el programa Notas. Me reí; yo no podía escribir ni emails largos en el iPhone. ¿Cómo, entonces, toda una novela? Mario sacó un stylus alargado de metal reluciente, apoyó el iPhone contra su antebrazo, y me pidió que le dictara frases. Dije lo primero que pasó por mi cabeza, y él escribió con una velocidad que me convirtió a su causa. “Perdía mucho tiempo antes”, comentó, “descubrir el iPhone ha sido una bendición. Ahora podré escribir unas tres novelas al año”. Meses después la novela fue publicada. Tenía más de cien páginas, todas escritas en el iPhone.
Es fácil descartar este proyecto como una más de las performances originales a las que nos tiene acostumbrados este escritor que alguna vez armó un congreso de dobles de escritores y planeó la escritura de una de sus novelas como la traducción de un libro inexistente. Detrás de la performance, sin embargo, hay algo fundamental: Bellatin pone en el centro del debate la relación de la literatura con la materialidad de la escritura. Los nuevos medios, las nuevas tecnologías, no son transparentes: influyen en la escritura y en la forma de percibir las cosas. Lo sabía Nietzche, que fue uno de los primeros en adoptar la máquina de escribir para su escritura y su estilo se volvió más aforístico: “Nuestros instrumentos de escritura están funcionando en nuestro pensamiento”, dijo al respecto. Lo sabía la vanguardia, que le sacó partido a los juegos tipográficos producidos con máquinas de escribir: solo hay que pensar en los ideogramas de Apollinaire y en las Japonerías de estío de Huidobro. Y lo saben hoy, entre otros, escritores como Bellatin y Alejandro Zambra, que están reflexionando sobre el impacto de los nuevos instrumentos de escritura.
En Mis documentos, el narrador de Zambra ensaya una resistencia al computador; se aferra a la escritura a mano y tiene nostalgia de la máquina de escribir. El computador, sin embargo, gana la partida, y el cuento termina con una escena en la que asistimos al proceso final de la escritura del texto que estamos leyendo: “Releo, cambio frases, preciso nombres… Corto y pego, agrando la letra, cambio la tipografía, el interlineado. Pienso en cerrar este archivo y dejarlo para siempre en la carpeta Mis documentos”. Cortar y pegar es, de hecho, según Zambra, la base de la escritura contemporánea: “Es innegable”, señala en su ensayo “Cuaderno, archivo, libro”, “que los procesadores de textos sistematizaron la lógica del montaje… hasta en los textos más conservadores se adivina el montaje: incluso si se niega toda fragmentariedad, incluso si, como hace Jonathan Franzen, se imita el paradigma clásico, el texto le debe más a la estética de las vanguardias históricas que al modelo del realismo decimonónico”.
Los nuevos medios ya no son, como sugería McLuhan, extensiones del hombre, sino que operan desde adentro. Se nos han metido en la cabeza. Por eso, escribir en un celular le resulta a Bellatin tan “natural” e “íntimo” como escribir a mano, y Zambra sugiere acertadamente que la lógica vanguardista del procesador de palabras está incluso en los escritores menos vanguardistas. Estamos muy lejos de los tiempos en que se creía que escribir a máquina despersonalizaba.

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