"Los que vivimos en torno a la plaza nos miramos en silencio: sin soberbia alguna, sabemos que nosotros tenemos la respuesta. No somos expertos en seguridad, pero tenemos una certeza que ninguna empresa de seguridad ni municipio puede darnos: la de ser unos habitantes que no abandonaron las calles donde habitan..."
Mi mujer me avisa que hay una reunión convocada por varios vecinos y "seguridad ciudadana" en la plaza, nuestra plaza, para compartir información sobre la reciente y agresiva ola de asaltos y robos en el sector donde vivimos. Cruzo la puerta de nuestro antejardín, cuya reja está abierta casi siempre, y ya estoy en esta plaza que no tiene nombre, pero donde todos los que vivimos frente o cerca de ella nos conocemos por nuestros propios nombres. Sé que ahí estará Bárbara paseando a María, una niñita de ojos que hechizan, y Pablo llegando del trabajo en su bicicleta plegable. Tal vez estén Carola y Tomás ofreciéndote en plena calle un aperitivo primaveral cuando cae la tarde y vienen las horas "conversadas". También Maya estará paseando a Alonso II una y otra vez alrededor de la plaza, y digo II porque hay otro Alonso, el I, el mío, que se ve crecer a través del otro. No me cabe duda que me encontraré con Pilar, que vive a la vuelta, y que habrá traído unos pasteles de su propia y pequeña fábrica que es tan única como lo es su dulzura. Y por supuesto, escucharé la risa sonora y contagiosa de Sofía. Detrás de un árbol saldrá mi amigo Sebastián, un joven inquieto y abismado en sus propias preguntas, que se define a sí mismo como un Asperger devoto de Lewis Carroll. No sé si estaré a la altura de su pregunta de hoy. Como dejaré la reja abierta, entrará corriendo a mi casa la pequeña y vivaz Ginebra a buscar a mis hijos para jugar, quizás me haga un dibujo y nos regalará unas frases de su hermosa lengua natal, el italiano. ¡Muchas cosas sucederán desde que cruce la reja abierta de mi antejardín! Desde luego la sonrisa eterna de Josett. Y la Polo que correrá, casi sin aliento, detrás de su tribu de niños desbandados que vendrán a sumarse a la pichanga eterna que juegan Simón, Juanito, Nico, Tommy y tantos otros. Ella vive en una casa en cuyo jardín hay un árbol enorme, tutelar, que muchos alguna vez hemos abrazado. ¿Estarán Juan Pablo y Pasa, nuestros queridos vecinos, con los que hemos compartido épicas luchas contra las plagas de ratones que hacen fiesta, en verano, en los techos de nuestras casas pareadas? ¿En qué plaza de otro mundo andará la inolvidable Madame Gondonneau, la profesora jubilada que se paseaba con su perro tuerto? La reunión ya partió hace rato, llego desfasado y escucho hablar de cámaras de vigilancia, de guardias privados, de pitos, de alarmas de pánico.
Se comenta que no hay fórmulas exitosas contra la delincuencia, cada vez más agresiva; que todo vale para combatirla. Los que vivimos en torno a la plaza nos miramos en silencio: sin soberbia alguna, sabemos que nosotros tenemos la respuesta. No somos expertos en seguridad, pero tenemos una certeza que ninguna empresa de seguridad ni municipio puede darnos: la de ser unos habitantes que no abandonaron las calles donde habitan. Las últimas calles de un pedazo de barrio de una ciudad cada vez más fragmentada e individualista, enferma de sospecha y temor al otro, devastada progresivamente por la usura inmobiliaria y la delincuencia, dos caras de una misma moneda. En barrios donde ya nadie camina, los asaltantes se pasean como los dueños de una ciudad que ya no existe. Porque más allá de los límites de nuestra plaza, hay cada vez menos habitantes y cada vez más prisioneros de sus propias casas convertidas en fortalezas. Delincuente no es solo el que roba un auto o asalta a plena luz. ¿No lo son también los que destruyen el frágil y delicado equilibrio de un barrio constituido a través de generaciones para edificar sin dios ni ley? ¿No nos roban ellos el alma de nuestro barrio o ciudad? Por eso, la verdadera seguridad ciudadana somos nosotros cuando habitamos la ciudad. Nosotros, los de la plaza, tenemos una seguridad ontológica cada vez más escasa: la de ser y estar con otros, la de hacer ciudad todos los días, y ciudad es el lugar común donde todos tenemos un nombre propio y nos vemos, en las calles, las caras
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Se comenta que no hay fórmulas exitosas contra la delincuencia, cada vez más agresiva; que todo vale para combatirla. Los que vivimos en torno a la plaza nos miramos en silencio: sin soberbia alguna, sabemos que nosotros tenemos la respuesta. No somos expertos en seguridad, pero tenemos una certeza que ninguna empresa de seguridad ni municipio puede darnos: la de ser unos habitantes que no abandonaron las calles donde habitan. Las últimas calles de un pedazo de barrio de una ciudad cada vez más fragmentada e individualista, enferma de sospecha y temor al otro, devastada progresivamente por la usura inmobiliaria y la delincuencia, dos caras de una misma moneda. En barrios donde ya nadie camina, los asaltantes se pasean como los dueños de una ciudad que ya no existe. Porque más allá de los límites de nuestra plaza, hay cada vez menos habitantes y cada vez más prisioneros de sus propias casas convertidas en fortalezas. Delincuente no es solo el que roba un auto o asalta a plena luz. ¿No lo son también los que destruyen el frágil y delicado equilibrio de un barrio constituido a través de generaciones para edificar sin dios ni ley? ¿No nos roban ellos el alma de nuestro barrio o ciudad? Por eso, la verdadera seguridad ciudadana somos nosotros cuando habitamos la ciudad. Nosotros, los de la plaza, tenemos una seguridad ontológica cada vez más escasa: la de ser y estar con otros, la de hacer ciudad todos los días, y ciudad es el lugar común donde todos tenemos un nombre propio y nos vemos, en las calles, las caras
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