"Desde que aparecieron las barras bravas y brotaron los consecuentes incidentes en los estadios, los gobiernos democráticos de turno, independientes de su orientación ideológica y principios valóricos, no lograron controlar la naturaleza de la violencia..."
Con las reformas que pretende implantar para combatir la violencia en los estadios, el gobierno se tentó a dejar caer la aplanadora legislativa en el fútbol. Es cierto que los clubes y la ANFP han hecho mucho por merecer que la autoridad les quiera pasar la factura histórica, pero en la iniciativa de Estadio Seguro de modificar la ley hay también una maniobra para despojarse de la responsabilidad que hace años tienen en el asunto los encargados de la seguridad pública y que hoy parece no quieren reconocer.
Desde que aparecieron las barras bravas y brotaron los consecuentes incidentes en los estadios, los gobiernos democráticos de turno, independientes de su orientación ideológica y principios valóricos, no lograron controlar la naturaleza de la violencia. Al no representar una prioridad social, se demoraron años en hacer un diagnóstico realista, posibilitando que los delincuentes se filtraran en las capas organizacionales de los hinchas, y luego otros tantos años más en establecer ciertas normas que regularan o fiscalizaran a estos grupos que ya habían alcanzado las características de bandas o carteles. Esta ineficiencia o intransigencia de la autoridad para fijar reglas claras, más la interesada, inescrupulosa y hasta impúdica pasividad de los dirigentes de clubes, configuraron un cuadro de situación que a ratos se hizo ingobernable.
La promulgación de la ley en 1994 fue un hito que sólo sirvió como dato, porque los requisitos probatorios para aplicar sanciones (o hacer justicia) fueron extraordinariamente difíciles de cumplir, salvo que hubiese flagrancia. La imposibilidad de castigar a los autores de los desórdenes generó uno de los peores vicios en las fuerzas de seguridad: la desidia. Carabineros optó por asumir un rol secundario en la persecución de los delincuentes, porque el riesgo era mucho y el premio poco, y así presenciamos bataholas en las graderías y desmanes en las periferias de los estadios sin que efectivamente los delincuentes, incorporados en cuerpo y alma a las barras, resultaran procesados y encarcelados. Recién con las modificaciones aplicadas hace dos años, es decir 18 años después de la promulgación de la ley, se pudieron corregir ciertos vacíos en el seguimiento e identificación de los barristas que delinquieron a través de asociaciones ilícitas o acciones criminales.
Y ahora, poniendo el foco en la intransferible responsabilidad que los organizadores del espectáculo deben garantizar para la seguridad del público, el gobierno presiona con una serie de reformas donde las sanciones económicas y la pérdida de autonomía operan como herramientas de justicia. Si no se ajustan a la ley, los clubes no solo van a perder dinero sino que también poder, según el principio revisionista de la autoridad, que por ejemplo le otorga al intendente la facultad de suspender y reprogramar un partido por actos vandálicos o de prohibir el ingreso de la barra local o visitantes a los recintos.
Las reformas persiguen una notoria intencionalidad de injerencia en un ámbito del negocio que los clubes en manos de privados poderosos y la ANFP sienten soberano, pero que no han sabido cautelar porque en su perspectiva no es prioritario ni urgente. Esta vez, se ven enfrentados a una autoridad que está dispuesta a intervenir la autonomía con el propósito de obtener beneficios sociales, la sensación de seguridad, y éxito político, doblegando a la delincuencia enquistada en las barras. La apuesta gubernamental es ambiciosa, aunque no tan riesgosa en la medida que a través de la ley le transfiere las responsabilidades a los dirigentes. Está en ellos, entonces, la sensatez para sentarse en la mesa y argumentar, con razones y no con amenazas, que la autoridad política tampoco puede llevársela gratis a la hora de exigir seguridad en los estadios y sus alrededores
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Desde que aparecieron las barras bravas y brotaron los consecuentes incidentes en los estadios, los gobiernos democráticos de turno, independientes de su orientación ideológica y principios valóricos, no lograron controlar la naturaleza de la violencia. Al no representar una prioridad social, se demoraron años en hacer un diagnóstico realista, posibilitando que los delincuentes se filtraran en las capas organizacionales de los hinchas, y luego otros tantos años más en establecer ciertas normas que regularan o fiscalizaran a estos grupos que ya habían alcanzado las características de bandas o carteles. Esta ineficiencia o intransigencia de la autoridad para fijar reglas claras, más la interesada, inescrupulosa y hasta impúdica pasividad de los dirigentes de clubes, configuraron un cuadro de situación que a ratos se hizo ingobernable.
La promulgación de la ley en 1994 fue un hito que sólo sirvió como dato, porque los requisitos probatorios para aplicar sanciones (o hacer justicia) fueron extraordinariamente difíciles de cumplir, salvo que hubiese flagrancia. La imposibilidad de castigar a los autores de los desórdenes generó uno de los peores vicios en las fuerzas de seguridad: la desidia. Carabineros optó por asumir un rol secundario en la persecución de los delincuentes, porque el riesgo era mucho y el premio poco, y así presenciamos bataholas en las graderías y desmanes en las periferias de los estadios sin que efectivamente los delincuentes, incorporados en cuerpo y alma a las barras, resultaran procesados y encarcelados. Recién con las modificaciones aplicadas hace dos años, es decir 18 años después de la promulgación de la ley, se pudieron corregir ciertos vacíos en el seguimiento e identificación de los barristas que delinquieron a través de asociaciones ilícitas o acciones criminales.
Y ahora, poniendo el foco en la intransferible responsabilidad que los organizadores del espectáculo deben garantizar para la seguridad del público, el gobierno presiona con una serie de reformas donde las sanciones económicas y la pérdida de autonomía operan como herramientas de justicia. Si no se ajustan a la ley, los clubes no solo van a perder dinero sino que también poder, según el principio revisionista de la autoridad, que por ejemplo le otorga al intendente la facultad de suspender y reprogramar un partido por actos vandálicos o de prohibir el ingreso de la barra local o visitantes a los recintos.
Las reformas persiguen una notoria intencionalidad de injerencia en un ámbito del negocio que los clubes en manos de privados poderosos y la ANFP sienten soberano, pero que no han sabido cautelar porque en su perspectiva no es prioritario ni urgente. Esta vez, se ven enfrentados a una autoridad que está dispuesta a intervenir la autonomía con el propósito de obtener beneficios sociales, la sensación de seguridad, y éxito político, doblegando a la delincuencia enquistada en las barras. La apuesta gubernamental es ambiciosa, aunque no tan riesgosa en la medida que a través de la ley le transfiere las responsabilidades a los dirigentes. Está en ellos, entonces, la sensatez para sentarse en la mesa y argumentar, con razones y no con amenazas, que la autoridad política tampoco puede llevársela gratis a la hora de exigir seguridad en los estadios y sus alrededores
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