La oración de los 33
El grupo de hombres más activos
-los mecánicos,
más Luis Urzúa y Florencio Ávalos-
se acomodó en el Nivel 105.
Raúl Bustos se refería
a aquellos irritables y apáticos
que dormían más abajo,
en el Refugio, como el Clan.
Sepúlveda era uno de los pocos
que se movía de un lugar a otro.
Sus monólogos deslenguados
entretenían a muchos en el Refugio.
Pero tenía cambios de humor vertiginosos,
de repente se enojaba o se ponía hosco
y se perdía en sus pensamientos.
Sentado afuera del Refugio,
Barrios veía a Sepúlveda
cómo se sumía en una especie
de desesperación maníaca.
"Lo miraba pasearse
de arriba a abajo en la Rampa,
cuando de pronto se detuvo y gritó:
'Quiero rezar'".
Algunos lo miraron como si fuera
uno de esos predicadores poseídos de la calle.
"¡Tengo rabia!", gritó Sepúlveda.
"¡Me siento impotente!".
Los hombres estaban
empapados de sudor
y se habían sacado la camisa,
pero por alguna razón
Sepúlveda se veía más tiznado
y desesperado que los otros.
Un minero dijo que parecía "un comando".
Sepúlveda se puso de rodillas.
"Los que quieran rezar,
vengan y acompáñenme", manifestó.
Barrios lo observó y pensó:
"No vamos a salir. Él lo sabe
y quiere estar bien con Dios".
Sepúlveda se volvió
hacia José Henríquez.
"Don José, sabemos que usted
es un hombre cristiano
y necesitamos que nos dirija
en la oración", señaló. "¿Lo hará?".
Desde ese momento, Henríquez,
un operador de jumbo,
pasó a ser conocido como el Pastor.
Alto y un poco calvo,
Henríquez tenía 54 años
y había sobrevivido
a cinco accidentes mineros
desde la década de 1970;
entre ellos, dos
donde murieron casi todos
los hombres de su turno.
Él se arrodilló
y le dijo al resto
que cuando se ora
hay que ser humilde
ante el Creador.
"Nosotros no somos
los mejores hombres",
expresó Henríquez.
"Pero, Señor,
ten piedad de nosotros...
Jesucristo, nuestro Señor,
permítenos entrar
al trono sagrado de tu gracia".
Los hombres se arrodillaron.
A su alrededor,
Sepúlveda vio
a sus compañeros sucios,
sudorosos, barbudos,
hombres de distintas religiones,
en actitud de penitencia y desesperación,
algunos con los ojos cerrados,
rezando, susurrando, persignándose.
Algunos estaban llorando;
otros se veían perplejos,
como si no pudieran creer
que estaban de rodillas,
rogándole a Dios
que los rescatara.
La oración llegó a ser un rito diario.
Los mineros se reunían antes de comer.
Escuchaban un breve sermón de Henríquez
y, posteriormente, de otros hombres también.
Cuando se rezaba y se comía
eran los únicos momentos
de cada día en que
los 33 estaban unidos.
Con el tiempo,
cada reunión de oración
incluía una sesión de autocrítica,
en la que ellos pedían disculpas
por sus errores.
"Lo siento, levanté la voz".
"Lo siento, no ayudé a traer agua".
A medida que pasaban los días,
menos lámparas de cascos
iluminaban las reuniones,
y las que todavía funcionaban
eran muy débiles.
En un punto, Juan Illanes,
un mecánico de 52 años,
retiró una batería
y una ampolleta
del farol delantero
de un vehículo,
y las conectó
con alambre telefónico.
La ampolleta emitió
una débil luz grisácea
sobre los mineros
que estaban rezando.
Barrios pensaba
que los hacía
parecer más altos…
La última verdad de los 33
Diario El Mercurio, Revista Sábado
4 de octubre de 2014
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