En economía se sabe que predecir el futuro representa un camino altamente complejo y plagado de vericuetos. Los modelos que se utilizan en estos casos se basan fundamentalmente en las “expectativas racionales” de los agentes económicos – consumidores, trabajadores, empresarios -, donde se asume que en promedio la visión que tienen estos agentes es la correcta, cuando se la proyecta en el tiempo.
Indudablemente, la estimación de las expectativas económicas puede variar mucho, dependiendo de los supuestos que se apliquen en los modelos económicos utilizados para trabajar con dichas expectativas. Pero una cosa es la teoría, y otra muy diferente la realidad. Es un hecho de la causa, un tema muy estudiado en economía, que cuando los agentes se forman una opinión negativa sobre el devenir de la macroeconomía en base a todas las variables disponibles en su entorno económico, esas expectativas son muy difíciles de revertir en el corto y mediano plazo, ya que están íntimamente ligadas a factores de confianza, a temas que tienen que ver – incluso -, con la psicología de masas. Las declaraciones públicas, o de buenas intenciones, no producen cambios importantes en la curva de las expectativas, pues éstas cambian de manera sustancial sólo ante hechos económicos tangibles, concretos, generados durante un período representativo de tiempo.
Es obvio que la economía chilena sufre actualmente una fuerte desaceleración, la cual se ha intensificado durante la actual administración. El primer semestre de 2014 muestra un crecimiento de 2,7%, y para todo el año sería incluso menor. La economía de los países latinoamericanos productores de materias primas también se está ralentizando, pero la caída chilena es la más acentuada entre las naciones relevantes del continente. Y esto tiene mucho que ver con las negativas señales provenientes desde el gobierno en los últimos meses, donde la reforma tributaria sembró demasiadas dudas sobre su real impacto en las personas y empresas de todos los tamaños, y sigue haciéndolo. No es un dato menor transferir 3% del PIB desde el sector privado al sector público para crear nuevas estructuras, como un sistema de educación estatal que no aborda el problema de fondo – de la calidad en la educación -, sino que se queda sólo en los aspectos económicos de acceso a la misma. Esta inmensa transferencia de recursos, cuyo manejo por el sector público inevitablemente se transformará en otra gran burocracia estatal, sólo agrega más volatilidad a unas expectativas ya deterioradas.
Las declaraciones de altos personeros oficialistas tampoco ayudan a despejar las dudas de los agentes, de los consumidores. Basta que exista una polémica con algún sector de la economía, o con unas pocas empresas, para que surjan voces de varios ministros criticando de manera generalizada – y concertada -, a los empresarios como un todo. Pero luego, se intenta suavizar esta situación hablando de profundizar la cooperación público-privada a través de una agenda de productividad y crecimiento, tratando así de reparar el daño causado por quienes siembran dudas sobre las ventajas inherentes al sector privado.
Es importante tener presente que en el complejo mundo de la economía, las confianzas se ganan con hechos concretos; la inversión y el consumo no regresan sólo porque alguien pide que así suceda.
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