por Marcelo Contreras
Publicado en La Tercera, 03 de marzo, 2012
http://blog.latercera.com/blog/mcontrerasm/entry/the_wall_pieza_de_museo
The wall en vivo es un espectáculo y concepto completamente autóctono del siglo XX que hoy pretende actualidad y contingencia con un mundo (como siempre) desbordado por la ambición y la guerra, pero cuya trama también parece algo anticuada y hasta inconexa con el presente debido a su personaje, un tipo de figura casi extinta en la actualidad: una megaestrella de rock con rollos de la niñez mal resueltos alienada por su éxito. En su momento, una de las obras cumbres de Pink Floyd y el disco más personal de su líder, Roger Waters, fue el último estertor -magnífico, por cierto- de una era en que el rock se consideraba con el derecho a conceptualizar lo que fuera con un costo no menor: perder a sus audiencias más jóvenes.
Anoche, el cerebro de una de las bandas inglesas definitivas de todos los tiempos demostró que su capacidad retórica permanece intacta y que todo medio es válido para sostener posturas antisistema, incluyendo hacer un concierto esponsoreado, y luego criticar a través de imágenes el mundo corporativo. Que no se malentienda: The wall en directo es una experiencia apabullante, la mayor parte del tiempo colosal por su despliegue y la rotunda perfección de su sonido, probablemente el mayor espectáculo musical presentado en Chile. También refleja el pasado de un género que a pasos agigantados se convierte en una pieza de arqueología, en una colección digna de un museo, y un destello de las contradicciones propias de quienes han disfrutado la gloria arriba del escenario. Comparada su visita de 2007, con The dark side of the moon, Roger Waters luce mejor forma vocal, mientras el nivel de dramatismo superó lejos la sofisticación de aquel montaje. La sola presencia del muro delante del escenario es un boleto precioso para los fanáticos, enfrentados a una de las imágenes iconográficas definitivas del rock y la cultura popular. Los detalles cuadrafónicos del audio -una de las rúbricas de Pink Floyd- resaltaban metralla, bombardeos y aeronaves rasantes. En tanto el muro servía como una gigantesca pantalla, mientras los clásicos personajes animados del filme de Alan Parker, convertidos en gigantescas marionetas inflables, provocaban esa mezcla de gozo y congoja existencial que destila toda la obra.
Por supuesto siempre se extrañará la presencia de los sobrevivientes de la banda, pero este es el mejor consuelo posible. Lo que falta en humanidad y contexto a The wall 2012, se subordina al poder de la imagen y el sonido ejecutados por un experto.
The wall en vivo es un espectáculo y concepto completamente autóctono del siglo XX que hoy pretende actualidad y contingencia con un mundo (como siempre) desbordado por la ambición y la guerra, pero cuya trama también parece algo anticuada y hasta inconexa con el presente debido a su personaje, un tipo de figura casi extinta en la actualidad: una megaestrella de rock con rollos de la niñez mal resueltos alienada por su éxito. En su momento, una de las obras cumbres de Pink Floyd y el disco más personal de su líder, Roger Waters, fue el último estertor -magnífico, por cierto- de una era en que el rock se consideraba con el derecho a conceptualizar lo que fuera con un costo no menor: perder a sus audiencias más jóvenes.
Anoche, el cerebro de una de las bandas inglesas definitivas de todos los tiempos demostró que su capacidad retórica permanece intacta y que todo medio es válido para sostener posturas antisistema, incluyendo hacer un concierto esponsoreado, y luego criticar a través de imágenes el mundo corporativo. Que no se malentienda: The wall en directo es una experiencia apabullante, la mayor parte del tiempo colosal por su despliegue y la rotunda perfección de su sonido, probablemente el mayor espectáculo musical presentado en Chile. También refleja el pasado de un género que a pasos agigantados se convierte en una pieza de arqueología, en una colección digna de un museo, y un destello de las contradicciones propias de quienes han disfrutado la gloria arriba del escenario. Comparada su visita de 2007, con The dark side of the moon, Roger Waters luce mejor forma vocal, mientras el nivel de dramatismo superó lejos la sofisticación de aquel montaje. La sola presencia del muro delante del escenario es un boleto precioso para los fanáticos, enfrentados a una de las imágenes iconográficas definitivas del rock y la cultura popular. Los detalles cuadrafónicos del audio -una de las rúbricas de Pink Floyd- resaltaban metralla, bombardeos y aeronaves rasantes. En tanto el muro servía como una gigantesca pantalla, mientras los clásicos personajes animados del filme de Alan Parker, convertidos en gigantescas marionetas inflables, provocaban esa mezcla de gozo y congoja existencial que destila toda la obra.
Por supuesto siempre se extrañará la presencia de los sobrevivientes de la banda, pero este es el mejor consuelo posible. Lo que falta en humanidad y contexto a The wall 2012, se subordina al poder de la imagen y el sonido ejecutados por un experto.
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