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A veces, como los avaros, guardamos las palabras en calcetines...‏



Hombre soltero busca
Viejas lecturas
por Gustavo Santander
Diario El Mercurio, Martes 13 de Marzo de 2012  
Twitter: @gustavsantander

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Cuando era niño pensaba siempre en ser grande, y aunque de entrada parecía un deseo, en mi caso era más bien un trauma. Fui el menor de mis hermanos, el menor de mis primos, el menor de mi curso. Hay tantos años de diferencia entre mi hermano y yo que -al irme haciendo adulto- he intuido que fui concebido en uno de los intentos de reconciliación de mis padres. Supongo que para nadie es fácil fracasar y es probable que yo haya sido una noche de ciego optimismo para ellos. El hecho es que nací casi una década después de quien debió ser el último hijo, del que estaba predestinado para cerrar la puerta y tirar la llave. Y como todos somos producto de nuestra propia historia, creo que esa circunstancia hizo que en el principio de mi vida haya sido un chico callado y poco sociable. Imagino que ser padre es una tarea difícil y, no me cabe duda, los míos hicieron su mejor esfuerzo; pero la vida nos tiene deparado el destino que mejor le parece y el suyo era decirse adiós.
Aunque he intentado recordarlo, mi cerebro ha escondido el momento en que aprendí a leer, pero -avalado por los hechos- sé que fue antes que los niños de mi edad, pues debido a eso me adelantaron en el colegio. Sin embargo, lo que no he podido borrar de mi mente es la tarde en que descubrí unos libros de pastas ocres y la emoción que me produjeron. Eran unos cuentos de hadas, de ilustraciones clásicas, con brujas, enanos y lobos atravesando sus páginas. Los libros estaban sobre el escritorio de la hermana de mi madre: dos tomos gordos, con letras doradas repujadas sobre el forro, como si alguien los hubiese dejado ahí especialmente para mí. Al descubrirme hojeándolos, mi tía me los dejó llevar a casa y se convirtió en mi primera recomendadora de lecturas. Dueña de una biblioteca antigua pero bien surtida me fue entregando, una a una, historias de las cuales me fui sintiendo personaje: recorrí selvas tropicales, bajé a las profundidades marinas, me instalé en el 221 B de Baker Street a resolver misterios, fui soldado y mercenario, pirata y explorador. Ella fue la primera persona que me incentivó a leer por placer y, tal vez sin proponérselo, también me enseñó a disfrutar de la enorme libertad que da vivir mundos ajenos.
Con el correr de los años fui alejándome de su biblioteca y formando una propia, pero la costumbre de recomendarnos libros se mantuvo. Ella nunca tuvo hijos aunque sí estuvo casada en su juventud. Se me ocurre pensar que luego de ese matrimonio fallido intentó buscar al compañero correcto, pero ya nunca sabré si logró encontrarlo: hace pocos días murió en su casa, consumida por el cáncer. En uno de sus cuentos, García Márquez dice: "Al senador Onésimo Sánchez le faltaban seis meses y once días para morirse cuando encontró a la mujer de su vida". No sé si alguna vez se topó con el hombre de su vida o si fue una búsqueda consciente o si -peor aún- lo tuvo cerca y lo dejó ir. Sólo tengo claro que fue -o es, pues la gente sólo muere cuando mueren quienes las recuerdan- una de las personas que más me marcaron, y lamento profundamente no habérselo dicho nunca. A veces, como los avaros, guardamos las palabras en calcetines, con más pudores que egoísmo, pensando que siempre habrá un minuto más en la vida, convencidos que el tiempo no nos traicionará.

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