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Un mundo contrahecho




por Roberto Merino
Diario Las Últimas Noticias
Lunes 19 de marzo de 2012

Es extraño el hecho de que hoy todo el mundo
quiere opinar de cuestiones políticas y administrativas.

Quizás ha sido siempre así, pero hoy,
a través de las así llamadas redes sociales,
se registra lo que antes se iba 
con la fugacidad de la conversación.

Hasta hace poco no había 
plataforma de ninguna índole 
para que se expresara el ciudadano común,
medianamente anónimo.

Estaban los diarios murales, por cierto,
y las murallas mismas, pero no ofrecían
una cobertura muy amplia 
para la circulación de opiniones.

Hasta los viejos hippies,
que parecían siempre tan prescindentes,
tienen sus nichos reivindicativos.

Se oponen a toda iniciativa 
de producción de energía eléctrica
y nos perturban el ánimo 
con fotos de hermosos paisajes
-lugares donde fantasiosamente querríamos vivir-
que están a punto de ser devastados
por fríos ingenieros y sórdidos empresarios
(y tienen razón: esta gente parece
elegir con pinzas los lugares 
más sobrecogedores para instalar
sus industriosos emplazamientos).

Más que opiniones lo que hoy
se da con abundancia son los énfasis.

Un grito, una exclamación vale lo mismo
o más que un pensamiento razonado.

Claro, un pensamiento razonado
no es algo de por sí muy fascinante,
pero al menos el sujeto
que lo desarrolla se expone
a una respuesta: en el fondo
se expone él mismo.

El insulto coral, opera 
con la lógica del "nadie fue".

Su gesto distintivo es el del tipo
que se pone la mano sobre la boca
a modo de bocina para que el alegato
parezca venir de otra parte.

Ya a fines de los años 80
Enrique Lihn se alarmaba
por la cantidad de gente
que había hablado con
"la retórica de las pancartas".

El "nadie fue" es también
la divisa de las balas perdidas,
de los saqueos y de las pedradas.

Yo creo que 
los apedreos en las carreteras
tienen mucha importancia,
más allá del hecho policial,
para determinar una grieta irresoluta
en la constitución de la sociedad chilena.

Seguir el hilo histórico de los apedreos
nos llevaría sepa Dios dónde,  probablemente 
a los últimos años de la Colonia,
cuando las ciudades ya habían generado
sus propias zonas de exclusión.

Según mis datos se apedreaba mucho
a fines del siglo XIX y comienzos del XX:
se apedreaba a los carros "de sangre"
en los campos de Ñuñoa, 
a los trenes y también a los ciclistas.

Por lo general los apedreos
-más que ninguna otra manifestación
de irresponsabilidad alevosa-
revelan la existencia de una frontera
que divide mundos irreconciliables.

Sin duda hay una cuestión profunda,
y, por lo mismo, oscura, en todo esto.

Da la impresión de que ésta
es una sociedad que ha crecido
partida en dos, un poco deforme
por lado y lado.

Los imbunches y los contrahechos surtidos
del mundo narrativo de José Donoso
parecen trascender la imaginación individual:
lo que hay es el remanente 
de un mal sueño colectivo.

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